No cabe duda de que en México vivimos realidades muy diferentes entre sí, no sólo por los diversos grupos culturales de las diversas regiones del país, ni por la de los sectores rurales y urbanos, ni por las grandes diferencias económicas entre ricos y empobrecidos, tampoco únicamente por los diversos grados de estudios occidentalizados transmitidos a través de la escolarización. A todas éstas y otras diferencias se suma lo que llamo aquí “la realidad imaginada o imaginaria”. Se trata de una imagen de nuestro yo ideal: cómo nos gustaría ser. Esta idealización impide que veamos lo que somos. Implica una distancia en relación con los hechos y la experiencia de primera mano, por lo tanto, un desconocimiento tanto del pasado como del presente, y una proyección hacia el futuro. En las idealizaciones generalmente queremos ser mejores o diferentes, según nuestro sistema de valoración, a lo que en realidad somos: más fuertes, más guapos, más inteligentes, más delgados, más virtuosos, etcétera. También podemos desear ser más ricos y más “modernos” de lo que somos.

En este sentido, una idealización clara ocurre en la cabeza de la mayoría de los dirigentes que consideran que con un salario mínimo se puede vivir bien, que en México el índice de empobrecimiento ha bajado, que los empleos han aumentado o, colmo de colmos, que el país está suficientemente tecnologizado para reunir firmas para candidatos independientes a través de una aplicación para celulares de gama media y alta.

Esta disociación que viven muchos mexicanos, entre ellos los dirigentes, podría quizá ser cuestionada por los últimos si realizáramos el experimento siguiente. Los servidores públicos, incluido el presidente, los miembros de la SCJN, los gobernadores, los secretarios de gobierno federal y estatales, los diputados y senadores deberían vivir un mes con un salario mínimo —más sería ya una tortura. Tendrían que ir al mercado o al súper con sus menos de 80 pesos diarios (porque deben apartar lo necesario para la renta, agua, luz, gas) y comprar lo necesario para que su familia se considere fuera del rango de pobreza o pobreza extrema. Vaya, algo no extraordinario, algo que la mayoría de los mexicanos hacemos mes tras mes con varios salarios en la familia, con varios trabajos por persona.

No estoy pensando tanto en campos de reeducación al estilo de Mao, sino en un choque epistémico para gente que siempre ha vivido en burbujas. Pienso más en la experiencia de Gautama-Buda al salir del palacio y ver la muerte, la miseria, la enfermedad. El príncipe optó por buscar la respuesta para salir del dolor, experimentó y encontró un método. Quizá para algunos también funcione. Sin embargo, podría tratarse no sólo de una cuestión de idealización sino en muchos de verdadera perversión: una incapacidad de sentir y menos aún de compadecer o de tener empatía.

En todo caso, la cuestión que me planteo es ésta: ¿por qué si los ciudadanos somos mayoría toleramos tener en puestos de poder público a gente que no conoce la realidad y a fuerzas quiere imponer su fantasía sobre nosotros? Una fantasía egocéntrica y disociada en ellos son los únicos beneficiados. Me hago esta pregunta ante las decisiones fundamentales qué afrontaremos en el 2018 y para las que muchos perversos ya están moviendo sus alfiles. ¿No es así, Graco Ramírez, M. Zavala, R. Anaya, M. A. Mancera, Moreno Valle, Chong, Meade y etcétera?

Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que recuperemos la autonomía alimentaria, que revisemos las ilusiones del TLC y que frenemos la agresión de Graco contra Alejandro Vera.