Por Rafael Loret de Mola*

 

Desde siempre nos hemos preguntado cuál es el secreto de la concordancia histórica si es práctica común insustituible, la periódica negación del pasado político reciente. Prevalecen los sofismas para justificar la vigencia de la Revolución en medio del mayor inmovilismo: el monopartidismo. Y ahora que éste se rompe, quizá por la fragilidad de su concepción, rige el mismo esquema con ciertas altisonancias. Pero, en esencia, no varían las propuestas ni los objetivos ni los mecanismos para concertar. Cambia el estilo, la forma. Lo difícil es adaptarse.

Vive el presidente Salinas un momento estelar al cubrir los primeros doce meses de su administración. Los índices están a su favor en materia de popularidad aunque las cifras no digan otro tanto de su partido, el PRI. Por aquí y por allá, las muestras de júbilo popular a su paso indican la relevancia social de su nuevo estilo. Aquel candidato acosado, un poco acartonado y con cierto aire de suficiencia, se transformó en un Presidente que sabe escuchar y alentar con el gesto sonriente y la mirada cálida. Sobre todo, ofrece soluciones, casi instantáneas, a las pobres demandas de los más necesitados: créditos, parques, aulas. No hay sitio que pisa en donde no le arranquen una promesa.

La acción política es, cuando los resultados deslumbran, un verdadero milagro. Lo es ahora en nuestro México,  imposible calificar de otro modo a la evidencia: durante 1989, período de despegue en que se vislumbra de nueva cuenta el crecimiento—según teoría oficial en boga—, la inversión pública se redujo a la mitad con respecto al año anterior y es la menor registrada en más de una década. Además, la fórmula del saneamiento no fue modificada, cubriéndose 76 billones de pesos por concepto de intereses de la deuda externa, cantidad siete veces mayor a la destinada a obras materiales.

Así avanzamos. Y la Revolución es la misma en la que se refugió José López Portillo para estatizar a la banca y afianzar el gigantismo del Estado, paulatina y constante labor de varios regímenes que se desbordó en la etapa de Luis Echeverría. Ahora llega la censura mayor con el reconocimiento presidencial a los errores del pasado: ”No fueron siempre decisiones adecuadas… Las circunstancias cambiaron”.  Y la Revolución, para modernizarse, opta por la privatización. En el discurso, Lázaro Cárdenas conserva su estatura; en el ámbito, ya es otra cosa. Y el contraste entre aquellas políticas y las actuales es brutal. La erosión del tiempo, nos dirán. No obstante, la imagen de Cananea—la de 1906 y la de 1989—, sostiene a la vieja filosofía sobre la agitación de los trabajadores y la necesaria protección a los dueños del dinero. Es sólo una muestra, desde luego.

Milagro. El Estado se contrae y gasta menos, pero cosecha frutos. Y este es un signo de la recuperación. A más gobierno, menos capacidad administrativa y mayor debilidad estructural. Cierto: la solidez de una cadena se mide por el eslabón más frágil. En este sentido es preferible separar lo que está oxidado. El peligro, en todo caso, es que de tanto acortar  desaparezca la función original y comiencen las interpretaciones: un rosario puede volverse pulsera. De la misma forma, un gobierno podría transformarse en gerencia pueblerina para administrar los bienes de otro. Y después, la nada histórica.

Incongruencias abundan. Hace dos años, la tasa de desendeudamiento neto —como la llamó De la Madrid—, tenía su base en una maniobra financiera de altos vuelos: de 1982 a 1987 las reservas internacionales del país crecieron en 12 mil millones de dólares— sumando más de 15 mil millones— y como, en ese mismo plazo, los empréstitos sólo fueron por el rubro de 8 mil millones de dólares, se dedujo que debíamos menos: exactamente los 4 mil millones de dólares resultantes de una operación de renta elemental.

Ahora las reservas han descendido a más de la mitad: 7 mil 300 millones de dólares, considerando un alto incremento en el transcurrir de 1989. Esto significa, ni más ni menos, que en el capítulo final del sexenio anterior— el del plan de choque—, se perdió lo ahorrado, con el sacrificio masivo, en cinco años. Y, por supuesto, las estimaciones sobre el desendeudamiento pasaron a engrosar el altero de lo inservible. El ritmo del desendeudamiento, calculado en 1% anual por expertos, se esfumó. Alguna vez dijimos que, de seguir como decían que marchábamos, México tardaría un siglo en dejar atrás la era de los sacrificios y volver a la ruta del crecimiento. Pero al sucumbir las cuentas alegres, cayeron también las perspectivas. Por lo menos en ese mismo plano.

Revolución triunfante la nuestra. Sus nutrientes, aunque parezca increíble, son los errores. La estatización, uno de ellos; el cacicazgo “necesario”, otro; la indiferencia social, quizá el más grave. El conjunto de ellos, sin embargo, en nada afectó a la estructura gubernamental. Algún dislate, materializado en una mayor pluralidad política. Nada más. “Tenemos ruta y hay mando”. Una frase que se repite a través de los sexenios y como argumento contundente, sin replica posible. Otra vez, el presidencialismo. Y a partir de él, la esperanza.

Una nueva hornada de revolucionarios llena el escenario. Incluso se desliza por las aguas de oficialidad un opositor con los pies de plomo. No hay gran diferencia en el protocolo, si acaso el cúmulo de consideraciones es mayor a favor del adversario. Ernesto Ruffo Appel, gobernador de Baja California Norte, es el signo de los nuevos tiempos: Acción Nacional está incorporándose al Poder Ejecutivo. Unos, hablan de una alianza que garantiza la prominencia priista; otros, sobre todo las dirigencias del PAN, asumen que la transición es en serio y pronto culminará con la entrega del poder a la vanguardia derechista. El hecho es que ahí están, en plena metamorfosis de las conductas revolucionarias.

Hace unos cuentos meses la simbiosis parecía imposible. Hoy es una realidad. Todavía nos parece escuchar aquellas advertencias feroces: “Ni un paso atrás”. Y luego el recordatorio juarista para enfatizar, casi con violencia: “El triunfo de la reacción —es decir, del PAN—, es moralmente imposible”. Pues la inmoralidad se dio y no pasó nada. Como tampoco ocurrió una rebelión cunado apresaron a “La Quina”, ni se desataron las presiones de los poderosos inversionistas privados luego del escándalo Legorreta. Este país aguanta todo.

Y pocas veces se había notado un entusiasmo mayor que el suscitado por la presencia del señor Carlos Salinas de Gortari en Mexicali. Iba como perdedor y salió victorioso, con las manos en alto y la sonrisa fresca, paladeando la faena cumbre de su gobierno: volver a la oposición— cuando menos a la de la derecha—, institucional como la Revolución… y hasta discretamente disciplinada para efectos del cambio posible. La desconfianza permanece sólo en los lugares comunes—los viejos “fraudes”, la misma estirpe—, pero ya no se practica. Sería inoperante, absurdo. Es preferible, como apuntó Abel Vicencio Tovar, “debatir con los funcionarios elegantes” a una posición “absoluta”—¿habrá querido decir íntegra?, sin dimensión en los hechos.

Pero, al parecer, el panismo ya tiene su lugar en la nueva hornada revolucionaria. Ni quien lo soñara hace unos cuantos amaneceres, pero así es. Como la materia, sólo se transforma —aunque impere el idealismo verbal– . Suena feo pero es una cohabitación ideal en plena luna de miel. Se equivocan los malos agoreros: el poder no transita, aglutina. Los últimos ochenta años de historia así lo confirman. Y para finalizar, amigos lectores,  coloquen en este espacio, como es mi deseo, la mejor de las frases triunfalistas. Encaja bien.

*Texto publicado en la revista Siempre! Noviembre de 1989.