Por Margarita Michelena*

 

Si algo me alegra de haber vivido tanto es ver cómo se desmorona, cada vez a mayor velocidad, la cruel obra de Stalin. Ojalá y estuvieran en el mundo para verlo todos mis viejos amigos de hondas convicciones democráticas que, a lo largo de una vida de lucha, estuvieron seguros de este momento, de este “ocaso de los dioses”, de las deidades de la tiranía totalitaria, que parecía irreversible. Convoco ahora a las queridas sombras de Rodrigo García Treviño, de Boris Suvarin, de Eudocio Ravines, de Enrique Castro Delgado, de Salvador de Madariaga, de Eunice Odio y tantos otros. Amigos y correligionarios. Y envío un abrazo a través de los mares a Stefan Baciu, uno de los pocos sobrevivientes de aquellos años de los combatientes de la libertad a los que se llamó, como a mí, “fascistas” y “vendidos al imperialismo yanqui”, y que ahora, por fin, vemos confirmadas nuestras convicciones. Teníamos razón. Nunca es tarde si llega la dicha.

Hace treinta y tres años, como recordaremos, que el ejército rojo invadió Hungría a sangre y fuego. Treinta y tres años de que hasta los niños defendieron a su patria, víctima de uno de los crímenes más reprobables —se repetiría  con Checoslovaquia después— de este siglo pródigo en crímenes máximamente reprobables. Se dijo entonces en la URSS que la invasión no era invasión —el mismo cuento de Afganistán— , sino que las tropas soviéticas habían entrado a Hungría a petición del gobierno de este  país, amenazado por el “imperialismo yanqui”. Hoy, Shevardnadze mismo ha aceptado la culpa de la URSS en la invasión de Afganistán, lo que vale por admitir lo mismo respecto de las otras invasiones del imperialismo soviético.

Hacía muchos años que en Hungría—como hoy sucede en la reaccionaria Cuba— había tropas soviéticas de ocupación. Pero aquella larga convivencia de rusos y húngaros se había convertido, extrañamente, en afecto. De modo que el pueblo cubrió de flores los tanques rusos ocupantes cuya tripulación había tomado la bandera húngara, como aquí sucedió con el batallón irlandés de San Patricio. Al parecer, según los investigadores de aquellos terribles sucesos— libro Blanco de la invasión de Hungría— Stalin tuvo que utilizar efectivos mongoles, que no sabían siquiera a donde los llevaban ni contra quien iban a pelear.

La epopeya húngara no tuvo, naturalmente, larga duración. El pueblo húngaro luchó con uñas y dientes, casa por casa, en el invasor.

Pero no sólo el heroísmo gana guerras. La Rusia poderosamente militarizada lanzó sobre sus conquistados todo el peso de su poderío bélico. Terminada la lucha que había empezado Imre Nagy, quien había tenido ene le general Maleter un tan valioso auxiliar, Nagy fue extraído a Moscú con engaños y asesinado por Stalin. Hoy, a esa noche de tinieblas, sucede un día de luz: Hungría se ha separado de la comunidad de países comunistas del Este y se declara república democrática conforme al modelo occidental. Otra luminaria que se agrega a la de Polonia—país milagroso— donde, curiosamente, se dio, con la lucha de Walesa y los obreros polacos, la primera revolución auténticamente marxista que recuerde el mundo. Y no por su ideología, sino por sus particularísimas características. Creo que todos los que hemos luchado por la democracia desde hace cuarenta años tenemos sobrados motivos de alegría. No todo el mundo ve sus sueños convertidos en realidad.

No todo el mundo ve corroborada sus ideas y palabras por las del mismísimo Gorbachov, verdadero enterrador, en una tumba universal, del “padrecito” de todas las Rusias que, en dicha, solo y envuelto en un chal georgiano, temblaba de pavor entre una ataque de paranoia y otro. Stalin era— como Hitler, a quien convirtió en su aliado táctico por un tratado que causo estupefacción—  un psicópata clínico, y su dominio no se extinguió con él.  En realidad, Gorbachov está combatiendo contra el aún muy poderoso espectro de Stalin. Yevtushenko, en un poema inolvidable, ve cómo de la tumba de Stalin parten mil simbólicos hilos telefónicos que mantienen a la URSS bajo el dominio de aquel sátrapa que ni siquiera pudo hablar nunca  un ruso correcto y que, junto con Hitler y Napoleón, forma parte de la siniestra banda de los chaparros psicopatológicos. La imagen de ese Stalin fuerte y gallardo y hasta guapo que conocemos, fue obra del “realismo socialista”, que no era ni realismo ni socialista: no pintaba las cosas como eran, sino como debían ser (según la idea de Stalin). En  la vida real fue un hombre bajito, moreno, picado de viruelas y muy barrigón. Tal era la facha real del tirano a quien Neruda, en un imperdonable poema cortesano, llamó, por ejemplo, “torre de palomas”.

Hay el temor— no injustificado— de que Stalin, mediante su fatídica siembra humana de privilegiados y retrógrados, produzca la caída de Gorbachov. Dios no lo permita. Pero aún si semejante calamidad aconteciera, es lícito pensar que las cosas no irían ya por el mismo camino de atrás que Gorbachov ha llenado de obstáculos. Hay hechos sociales cuya magnitud impide que se reviertan. Esta URSS de Gorbachov tiene que perdurar y seguir adelantando por el camino de la democracia, aunque sea poco a poco. Más de medio siglo de opresión en nombre de un escolasticismo medieval no va a evaporarse pronto. Por lo pronto, todos los que hemos deseado la vuelta a la libertad democrática de los oprimidos dentro la URSS y sus satélites, hemos sentido un alegre canto dentro del corazón al ver desfilar las banderas húngaras de las cuales se había recortado la insignia de la oz y el martillo. La gloria ha brillado sobre los escombros que la invasión soviética dejó en Hungría hace un tercio de siglo. La libertad, una vez conocida y disfrutada, no quiere ceder su sitio a cadenas. Antes de que termine el siglo habrá concluido la pesadilla aislacionista, policiaca, de la “Europa del Este” y toda esa vasta zona de satélites soviéticos volverá a ser la Europa del centro, conforme con su antigua historia y conforme con la historia nueva. Y millones de hombres, de mujeres, de niños, serán devueltos al seno dinámico de la Historia con mayúscula.

Y ahora, otra cosa. Cada día que pasa se hace más evidente la inoperancia de la Constitución Política vigente. Para corroborarlo están, por ejemplo, todas sus incontables enmiendas, todos los parches que se le han aplicado, sea allí donde la Constitución ya no servía o sea allí donde todavía podía funcionar. Esta colcha de retazos no da para más, ni aguanta más reformas que a poco también resultan inútiles y hasta perjudiciales. Hay que redactar y aprobar una nueva Constitución. Tengamos en cuenta que sus autores eran hombres todos del siglo pasado y que su cultura cronológica influyó poderosamente en la redacción de ese texto que rige — o se dice que rige— en un país animado por los vientos de la modernización. ¿Cómo ha de modernizarse México si convive con la columna vertebral de un texto obsoleto inspirado en las ideologías del siglo pasado?

Creo que jamás se ha dado una brecha histórica más ancha y más profunda que la que se abre entre el siglo pasado y el actual, que pronto, a su vez, dará paso a otro siglo y a otro milenio. Entretanto, repito, no podemos hablar de modernización en un país de leyes que ya se antojan arcaicas y que funcionan cada día peor, con un desfasamiento evidentísimo entre la realidad y la norma. El presidente Salinas tiene ante sí esa tarea eminentemente modernizadora: la de llenar el bache hondísimo de la realidad mexicana contemporánea con la letra y el espíritu de un siglo cada vez más remoto y más alejado de la historia  que hoy se hace. Con la constitución del 17 pasa lo que con la letra del Himno Nacional, que también fue escrita para otro México, para la historia turbulenta que dejamos atrás; letra que cantamos como un ritual belicista, pero que ya no nos dice nada. Es difícil avanzar en los anacronismos que nos rodean con sus aguas estancadas.

Y ya que hablamos de anacronismos, caigamos en don Fidel Velázquez, por quien no han pasado en vano los casi noventa años que tiene de andar en este pícaro mundo. Como dice con tanta gracia Antonio Haas: a don Fidel ya no s ele dan las ideas en distrito de riego. A veces amanece desayunando cresta de gallo, a una hora en que ese tipo de desayuno se le dispara a don Fidel también fuera de tiempo.  Hace poco, en una de sus entrevistas de los lunes, amaneció tronando contra la iniciativa privada.

Dijo entonces que los empresarios mexicanos son una punta de cobardes, de explotadores, de hipócritas y quien sabe qué tanto más. Bueno, hasta ahí va bien, digamos. Cada quien piensa como quiere… Lo malo se descubre cuando se sabe que don Fidel es riquísimo y tiene grandes negocios con los descendientes de su amigo Jesús Yurén, otro que tal bailaba, por citar a uno solo de los socios de sus multimillonarias empresas. Para tanto, digo, no da la leche, aunque sea buena leche. Y otra cosa, ¿ante quienes se rinden cuentas de las empresas del llamado sector social, manejadas, para creer en la honradez de su administración,  por el prominente pillo Jorge Leipen Garay, también íntimo del señor Velázquez?  Dice un viejo dicho con siglos de corroboración que todo lo que se junta se parece. Don Fidel pertenece a la plutocracia y nada en verdad tiene que ver con el movimiento obrero de todos nuestros respetos.

Dicen que el poder corrompe. ¿Y cómo corromperá cuando se alía al dinero? Hete aquí al líder obrero inmaculada, cuya boca— por poco que se abra en la actualidad—  deja escapar aladas palabras contra la misma tribu a la que él , por su poder y su dinero, pertenece. Quizá en algún tiempo— cuando era pobre y vivía de su trabajo— don Fidel entendió a la clase obrera, luego escalón suyo para ascender a la cúspide de un sistema que tiende  —para mal o para bien— a desaparecer de nuestro mapa político. Don Fidel, que tantos servicios prestó a ese sistema y a nuestra estabilidad política, deba ya retirarse. Ni la edad provecta—y ahora sí provecta de verdad— ni su condición de empresario multimillonario lo favorecen ni nos favorecen.  Que se retire antes de que — a lo mejor sólo faltan cinco minutos— llegue al instante final de su lamentable decadencia.

*Texto publicado el 29 de noviembre de 1989, en la Revista Siempre! #1901.