Paul Auster nació en Newark, New Jersey el 3 de febrero de 1947. Escritor, traductor y cineasta, radicó tres años en Francia realizando actividades diversas como traductor literario y vigilante de una finca, hoy radica en Nueva York. Con su libro El Palacio de la Luna se glorificó a nivel internacional, la revista Lire lo prefirió como el mejor libro editado en Francia en el año de 1990, La música del azar. Leviatán fue Premio Médicis a la excelente novela extranjera publicada en Francia, entre otros premios como el Príncipe de Asturias de las Letras en 2006 y distinciones, como la Medalla Carlos Fuentes que recibió en la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en la que presentó, después de siete años de silencio narrativo, su novela 4 3 2 1 (Seix Barral, 2017). Sus novelas y poesía confirman su agudo atributo literario.
Sin duda, cabalmente con el carácter inevitable como lo firmara en la poesía Ezra Pound, tema que nos ocupa: “Lo esencial de un poeta es que nos construya su mundo”. Coexisten escritores insustituibles por estar en la mira de sus lectores, se vuelven irreemplazables, nos domamos de tal modo a ver el universo a través de su trascendencia que sin él no podemos abordar una reflexión de lo Otro. El Yo por otra parte se desvanece en un atisbo que ha dejado de atañerle y cumple sus propias reglas, Auster en la década de los setenta da parte a su tintura del Yo, en su disertación concibe la distancia del universo y el lenguaje, es decir, el brote de una reyerta con sus palabras, inicia cardinalmente una razón de su distancia con uno y con el mundo. George Steiner afirma “El contrato entre palabra y mundo se ha roto”, las palabras son un entresijo algo enigmático con un duelo, pues toda prueba por aproximarse a ellas y acertar demanda una lucha, se diría que Auster no admite la existencia de palabras fáciles, al contrario, uno debe hacer méritos, dominar a pulso el derecho a expresarlas o escribirlas sobre la página, es un braceo con el poeta que concluyen sus propias condiciones de esgrima con el poeta para descubrir ese momento de integridad-coherencia al que todo lenguaje anhela y, que sólo se descubre en el poema Poesía Completa, fragmento:
Frágil amanecer: la linde
de tu lámpara oscurecida: aire
sin palabra: rosácea y redonda, plegada
corola de ceniza. Desde el más pequeño
de tus soles, aprietas
la escaldadura: vaina
de luz aplacada: la semilla genuina
en tu palma en barbecho, hundiéndose
en la mudez. Más allá de esta hora, el ojo
te enseñará. El ojo aprenderá.
Talante-breve-simple aparentemente pero observamos una clara molestia, vislumbra donde plasma una línea de claridad súbita, es preciso discernir su confusión, lo escribe con su propio lenguaje al verlo fuera de su silencio. Sus preocupaciones narrativas dan lugar en esta década de los setenta, su obra ensayística y poética se puede focalizar con temas del azar, la identidad, la desilusión del Yo, su discurso: la distancia entre mundo y el lenguaje.
Quinn en La ciudad de Cristal es el verdadero alter ego de su autor querencia fiel, esa imagen que el propio Auster ha exhortado con tanto énfasis en sus entrevistas: “No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago”. Esta batalla con las palabras ha coexistido siempre, germina ante todo como cognición con uno y con el mundo. “Lapsario”:
Esta tierra abierta en pedazos.
El relinchar de ramas
en la arboleda.
La noche mural, fundiéndose
con el mediodía.
Te hablo
de la palabra que se enfanga en el olor
de lo inmediato.
Te hablo del fruto
que extraje a empellones
con la pala.
Te hablo del habla.
Los colores
del humus: hundidos en la grieta,
casi humanos. La bendición
prismática del día: divisible
por el aliento. Senderos de estornino,
surcos de serpiente,
semillas. Las rápidas espadas
de fuego. Lo que arde
es desterrado.
Se va contigo.
Es tuyo.
Un hombre
sale de la voz
que se ha convertido en mí.
Se ha desvanecido.
Se ha comido
la palabra, madura
que te mató y
te mató.
Se ha encontrado a sí mismo,
Erguido en el lugar
donde el ojo se mantiene
con más terrible firmeza.
El joven Auster en primer término prescribe sus ideas y define su espacio, sus obsesiones más íntimas, su palabra escritural no es un absoluto por azar, al contrario, con una buena perspicacia crítica él faculta la sucesión vanguardista en su vertiente más radical-pesimista de los que fueron sus antecesores: Paul Celan, George Oppen, Samuel Beckett, entre otros.
En su quehacer poético Auster responde a André du Bouchet en Austerianas. “Ningún poema puede nacer de la convicción de que ya existe un lenguaje que une dos cosas distintas; aún debemos creer y descubrir el todavía del lenguaje: el anhelo de una utopía, de un sitio inexistente. Como si desde este punto del vacío. Por fin pudiéramos continuar y averiguar dónde estamos”.
Asimismo, en este breve fragmento podemos leer el canon poético que Auster nos recuerda en ese Dictum de Emily Dickinson: “La mente está tan cerca de sí misma que no puede verse con propiedad”, a lo que nuestro autor responde de otra forma en el proceso y comienza a explicarse como un novelista y detective improvisado. Quinn, su personaje en La ciudad de Cristal, Auster explica que la poesía de André du Bouchet es una ruptura entre mundo y escritura, reflexiona: “Avanzamos hacia un punto que no deja de alejarse, hacia un destino al que es imposible acceder y al final este movimiento se transforma en un objetivo en sí mismo; el hecho de avanzar se convierte en una forma de estar presente en el mundo, aunque el mundo permanezca siempre más allá de nuestro alcance. No hay esperanza, pero tampoco desesperación”.
No debemos olvidar que Paul Auster en su obra literaria se aferra a esa lealtad de palabra y mundo, pueden restañar sus heridas y retomar un dialogo más luminoso como lo escribe en “Afrontando las consecuencias”: “Que no sea el día en sí mismo, y cómo ha crecido en mis ojos, más fuerte que las palabras de que está hecho, como si nunca pudiera haber otra palabra que pudiera abarcarme sin romper”.