Para releer a Luis Spota/I-II

Los días feriados me gustan con los libros. Lo he recomendado y lo vuelvo a hacer. Leer es todo un deleite. Pero el placer de releer encierra otro placer distinto y no solo repetitivo. Jorge Luis Borges decía que al placer de leer solamente lo superaba el placer de releer. Ahora, en estos tiempos electorales, he releído Palabras mayores, después de no hacerlo desde la primera lectura, hace 42 años.

El asunto viene a cuenta porque me parece un referente muy esquemático para ejemplificar el devenir y el alcance de unos tiempos con otros para efecto de lo político. Así, la obra de Spota se caracteriza por ser una reseña sarcástica del acontecer social y político mexicano cuyas exageraciones pronto llegaron a ser alcanzadas y rebasadas por una realidad que dejaba chica a la caricatura de la novela satírica. Las cosas han cambiado desde entonces. Unas, para bien y, otras, para mal.

Una de las novelas que fincó su fama inicial se tituló Casi el paraíso.  En ella se describe la sociedad mexicana de la posguerra hasta fines de los años cincuenta. Allí se pinta a los políticos caciquiles, a los nuevos ricos, a los snobs, a los astros del neocine, a los neouniversitarios y a toda una sociedad aldeana, ingenua, cursi, acomplejada, presumida, conspicua y ridícula.  Los mexicanos que empezaban a cambiar el ron por el whisky,  las tortas por los sandwiches, la horchata por la cola y las vacaciones en Ixtapan de la Sal o en San José Purúa por el mismísimo internacional y exótico Acapulco, con su Quebrada, con su Caleta y con su Club de Skies.

Era este, también, el retrato de una sociedad que invitaba a abusar de ella a partir  de sus propios perfiles. Así, los jefes de esas familias, sus esposas, sus hijos y sus hijas se volvieron víctimas de la avidez de restauranteros, de modistos, de vivales, de negociantes, de aristócratas, de barberos, de sabiondos, de modernistas, de extranjeros, de putas y hasta de gigolos.

Después vino una asombrosa y rápida metamorfosis. No todos pero muchos políticos siguieron siendo cursis, presumidos, conspicuos y ridículos, pero ya no aldeanos sino cosmopolitas, ya no acomplejados sino soberbios y ya no ingenuos sino astutos.

Por eso, 25 años después de esta, Spota escribió una secuela a la que, por ello, intituló Paraíso 25. En ella se describe a los nietos de aquellos mexicanos. Lo que más llama la atención y por eso lo traigo a cuento es que ambas resultaron una reseña de lo real pero asombrosa por su rápida metamorfosis. En tan solo un poco más de dos décadas los gustos y las costumbres de los ricos mexicanos se habían llenado de una sofisticación y de una extravagancia astronómica. Los cuartitos dobles en el Casino de la Selva se trocaron en las suites neoyorkinas y parisienses. Los vuelos en los avioncitos de Aeronaves de México se convirtieron en las travesías a bordo de los jets de la familia. La práctica del esquí en el club acapulqueño se canjeó por los yates propios fondeados en las marinas de Palm Beach, de Mónaco y de Marbella.

Precisamente, en esta playa del mediterráneo español se instala a uno de los personajes centrales de la obra. Un italiano entrado en años físicos y en madurez anímica que, en sus años mozos de la primera novela, vino a México como un vivales y, al ser expulsado del país, se reinstaló en Europa donde casó cómodo, donde medró rápido, donde amó con bondad y donde maduró con solidez.