Como pocas veces en la historia parlamentaria de nuestro país, el proyecto de Ley de Seguridad Interior ha desatado un verdadero alud de críticas, protestas y movilizaciones ciudadanas. En un lance absolutamente inédito, la ola de rechazo a dicha propuesta legislativa fue apuntalada desde el plano internacional con los pronunciamientos hechos por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, el Comité contra las Desapariciones Forzadas, el exrelator sobre la tortura, el exrelator sobre las ejecuciones sumarias y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La conmoción internacional está teniendo su reflejo fiel en los señalamientos internos formulados por la CNDH, el INAI, el INE, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y otras influyentes ONG, y personalidades como el sacerdote Alejandro Solalinde. La muestra mayor de repudio se hizo patente en el seno mismo de la residencia presidencial de Los Pinos cuando al recibir el Premio Nacional de Derechos Humanos 2017, el ganador de la presea, Miguel Álvarez Gándara, advirtió: “dicha norma no puede prosperar porque representa la reafirmación de la estrategia de seguridad que no funciona”; asimismo solicitó al presidente de la CND: “Que en el deplorable caso de que esa ley fuera promulgada, ejercite ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación la acción de inconstitucionalidad que abre el camino para su invalidez”.
La reacción a ese extraordinario caudal de disensos ha sido la cerrazón absoluta, lo que se evidenció con la declaración tajante que hizo el presidente Peña Nieto al término de la ceremonia en alusión: “Se requiere contar con ese marco jurídico”. De persistir esa tozudez gubernamental, el país será sometido al riesgo inminente de una confrontación internacional que, sin lugar a dudas incrementará el enorme descrédito que pesa sobre la actual administración.

¿Cuál es la magna ganancia que eventualmente podría justificar la asunción de un costo tan particularmente elevado? ¿Es acorde a la razón desafiar a la ONU y a la Comisión Interamericana en aras de sacar adelante un instrumento legal que ostenta insubsanables defectos a granel? La respuesta es no.
¿Qué es entonces lo que está detrás del desmesurado afán de dar a luz a un genuino “bebé de Rosemary”? A falta de razones objetivas caben estas conjeturas: I) legalización retroactiva de la presencia en las calles de las fuerzas armadas para hacer frente a futuros procesos penales por crímenes internacionales; II) siembra de miedo en la población a fin de replicar el efecto disuasivo de carácter electoral que se vivió en la elección presidencial de 1994; III) facilitación de los planes militaristas del Comando Norte de los Estados Unidos e instrumentación de un plan Colombia para México.
Estamos en presencia de un ataque inminente al derecho humano a la paz y de un artero hachazo al espíritu civilista del Estado constitucional de derecho. Detener esa grave amenaza colectiva, ese engendro jurídico y político, es un imperativo categórico.



