Algo fuera de lo normal identifica a la ciudad de Jerusalén —uno de los centros urbanos más antiguos del mundo—: en hebreo Yerushaláyim, y en árabe al-Quds, posiblemente fundada por los jabuseos que la habitaban antes de que la poblaran los clanes hebreos a principios del siglo XIII a. C. La tradición cuenta que fue la antigua capital de Israel y del reino de Judá y centurias más tarde del reino franco de Jerusalén.
A la fecha es la ciudad más sagrada para el judaísmo y el cristianismo y la tercera más sagrada del islam. Tres de las grandes religiones de la tierra. En pocas palabras, la antiquísima urbe jerosolimitana (cuna del monoteísmo: el gran salto del pensamiento humano) no es una ciudad común y corriente. Normal, valga la expresión. Ahí el hombre saltó del politeísmo de la Antigüedad al monoteísmo que fácilmente puede trucarse en totalitarismo teológico: “mi Dios es el único Dios , y por lo tanto el tuyo no es el verdadero”.
El tema es casi inextricable, como dice el diplomático español Rafael Dezcallar en su análisis sobre este asunto: “No es fácil una discusión racional sobre estas cuestiones, ni tampoco sobre la ciudad que constituye su epicentro”. En tales circunstancias, ¿cómo podría pedírsele a Donald John Trump —el mandatario estadounidense tachado por propios y extraños como ejemplo del gobernante anticientífico como ningún otro en la historia de la Unión Americana, amén de su inverecundo racismo y antirreligiosidad— que al “reconocer” (por un “compromiso de campaña”) que Jerusalén es la actual capital política de Israel y disponer que la embajada de Estados Unidos se cambie de Tel Aviv a la antiquísima ciudad, haya calculado las tremendas consecuencias de sus “órdenes”?, que podrían causar no solo una tercera Intifada (de antemano catastrófica) sino algo mucho peor que podría rebasar los límites de Oriente Medio: la temida Tercera Guerra Mundial.
Acostumbradas bravuconadas
El infantilismo irresponsable de un mandatario como Trump no solo asusta, causa pavor, aunque algunos analistas aseguran que esta medida obedece a una estrategia muy bien planeada. Sí, como dice Dezcallar, “no es fácil una discusión racional sobre este asunto, ni tampoco sobre la ciudad que es su epicentro”. Unos y otros —judíos, musulmanes y cristianos— defienden Jerusalén con distintas palabras, simbólicas casi todas, “y tocar ese símbolo significa tocar más cosas de las que pueden reconducirse a una mera discusión política”. La disputa entre judíos y árabes se enconó durante la mayor parte del siglo XX y lo que ha transcurrido en el XXI.
“Éramos pocos y parió la abuela”, dice el viejo refrán. Y llegó Trump que el miércoles 6 de diciembre anunció en Washington, como si fuera un presidente estadounidense a la antigua: “He llegado a la conclusión de que es el momento de reconocer Jerusalén como capital de Israel… He considerado este rumbo de acción como favorable al interés de Estados Unidos de América de buscar la paz entre israelíes y palestinos. Este es un paso que damos muy tarde para hacer que la paz progrese y que lleguemos a un acuerdo duradero”.
En su mensaje, Trump repitió sus acostumbradas bravuconadas, al afirmar que él como presidente sí tuvo el valor suficiente para hacerlo y no sus antecesores: Georges W. Bush, Bill Clinton y Barack Hussein Obama. Pero, en realidad, tal parece que el “reconocimiento” de Jerusalén como capital de Israel tiene otras razones. Más bien de índole electoral, dado que en las últimas semanas había bajado verticalmente su índice de popularidad.
Algunas fuentes aseguran que la razón fundamental de tal reconocimiento reside en que el apoyo absoluto y en cualquier circunstancia al Estado israelí es una de las principales demandas de los cristianos evangélicos, que ven en la existencia de Israel y en su extensión hasta las fronteras que tenía en el Antiguo Testamento el cumplimiento de una profecía bíblica que anticipa la llegada del reino de Dios en la tierra. Sucede que entre una cuarta parte y un tercio de los votantes en la Unión Americana profesan en la Iglesia evangélica, como el propio vicepresidente Mike Pence, que estaba a un lado del mandatario en el momento que anunció el reconocimiento de Jerusalén como capital israelí.
En tales circunstancias, con este gesto Donald Trump volvería a asegurarse el apoyo de los creyentes evangélicos, cuyo respaldo necesita para mantenerse en el mando. Es decir, que el reconocimiento de Jerusalén como capital israelí no es sino otro “favor” que el sucesor de Obama hace a la comunidad evangélica, después de que el sábado 2 de diciembre por la mañana el Senado de Estados Unidos aprobara un proyecto de reforma fiscal que, entre otras cosas, permite que las Iglesias apoyen de forma explícita a candidatos políticos y, al mismo tiempo, sigan libres de impuestos.
Asimismo, otro grupo al que Trump pareció agradar con su medida, es el de los judíos de Estados Unidos, como su yerno Jared Kusher y su hija Ivanka —que se convirtió al judaísmo para contraer nupcias—, que, nepotismos aparte, fungen como asesores de la Casa Blanca. No obstante, la popularidad del magnate —que ni de casualidad come comida kosher, sino pizzas, hamburguesas y bebe enormes vasos de Coca-Cola—, entre los judíos es casi nula porque la comunidad históricamente es demócrata y de izquierda en materia social. Además, los judíos republicanos, que los hay, no comulgan con el presidente por sus simpatías con grupos filonazis.
Reacción en cadena
De hecho el “reconocimiento” de Trump a Jerusalén como capital israelí forma parte de su estrategia de comunicación personal —vía tuits—, al pueblo de Estados Unidos. Otra perla del collar de sus infinitos mensajes de madrugada para amenazar al “pequeño gordo” de Corea del Norte con la aniquilación nuclear, o el “regalo navideño” de la reforma fiscal, o insultar a los jugadores de futbol americano llamándolos “hijos de perra” porque se arrodillan cuando tocan el himno nacional al comienzo de los juegos de la NFL, para denunciar el racismo. Nunca antes otro mandatario de Estados Unidos había utilizado un lenguaje tan vulgar y descalificado, al referirse a la propia Constitución de su país, o al burlarse del FBI o a los tratados internacionales suscritos por sus antecesores en el cargo. Trump sabe su cuento. Tiene 47 millones de seguidores en Twitter y más de 20 millones en Facebook. Sabe y aprovecha la polarización del debate político con mensajes provocativos para desacreditar a sus adversarios. Lo relevante del caso es que no se oculta en el anonimato. Siempre firma, hasta ahora. Con lo que desvía la atención sobre los asuntos verdaderamente importantes.
Mantiene vivo el reality show de su presidencia como antaño presentaba su programa de televisión. Así combate los editoriales de The New York Times, los reportajes de la CNN, y de otros medios que le son contrarios. Por eso declaró que la prensa es ”el enemigo del pueblo americano”, creadora de fake news (noticias falsas) para desvirtuar su influencia. Por eso, 46 por ciento de los estadounidenses cree que la prensa inventa noticias sobre Trump. Aparte de que cuenta con el apoyo de los medios de extrema derecha, como la cadena de TV Fox News, o el digital Breitbart News, o Infowars, que transmite teorías conspiratorias.
En síntesis, Donald Trump desarrolla un plan nacionalista de defensa a ultranza de la declinante mayoría blanca que se siente amenazada por los migrantes, los llamados WASP (White Anglo Saxon Protestant: blancos anglosajones protestantes). El (des)gobierno de Trump está destruyendo la posición que hasta hace poco mantenía la Unión Americana en el mundo, al tiempo que ejerce una política aislacionista, de “protección” comercial, sectaria frente a la migración, abandonando su presencia en organismos internacionales como la UNESCO y las oficinas especializadas de migración, y los tratados sobre la defensa del medio ambiente, como el de París, etcétera.
La declaración de Trump inmediatamente originó una reacción en cadena en todo el mundo. No solo entre los países de mayoría musulmana, de Indonesia a Mauritania, sino en la Unión Europea y el continente americano. México, por ejemplo, anunció que seguiría manteniendo su embajada en Tel Aviv, en tanto no hubiera en acuerdo diferente entre Israel y Palestina. En el Consejo de Seguridad de la ONU, nadie salió en defensa de Estados Unidos. Por el contrario, se le advirtió que su decisión amenazaba incendiar Oriente Medio. Solo Benjamin Netanyahu se alegró por la medida tomada por Trump. El resto del mundo repudió el anuncio del mentiroso mandatario estadounidense. Lo malo del caso es que la chispa puede incendiar el seco pasto de esa bíblica zona enfrentada. Vale.