Por José Natividad Rosales
ROMA, enero de 1957.
Hace pocos meses, una noche cualquiera, una mujer hermosa, desesperada y presa de la angustia más más terrible, sintió que u razón se escapaba. Fantasmas de locura le rondaban. Las voces descarnadas de la sinrazón le asaetaban las sienes. Ella, corriendo por la estancia cubriéndose los oídos con las manos crispadas, cayó, de rodillas en cualquier rincón. Su voz desgarrada por la pena se alzó hacia el cielo. ¡San Francisco, santo mío, consérvame la razón!— así dijo.
Y ¿por qué se dirigió a San Francisco aquella señora propensa a la gordura, de mofletes llenos y ojos vivarachos y saltarinos? Por una sencilla razón. Que se llamaba Frances—Francisca—, y se apellidaba Gumm. Pero es inútil que usted, lector amigo, se esfuerce recordando un nombre tan extraño. Pero dará un salto en su asiento cuando le revelemos que, en realidad se trataba de Judy Garland, la inefable estrella infantil de “El Mago de Oz” y de “Nace una estrella”. Y cuando la protagonista de esa dramática historia se fue a la cama, luego de desechar de su cabeza —por enésima vez—, el pensamiento de un suicidio, volvió su rostro hacia una “Madona” italiana que representa una virgen entregando un Rosario a una santa. Judy es muy devota de ella y, como a San Francisco, prometió ir a Italia para visitarles en sus santuarios de Asís y de Pompeya. Pero la Virgen recibió una demanda más curiosas. La de que Sid Luft, su marido, no siguiese empeñado en divorciarse. La virgen debe haber sonreído puesto que, al día siguiente, Sid, complacido, retiró la demanda. San Francisco se ha hecho más remolón y la razón de Judy peligra, todavía.
La historia de ese “acercamiento a la locura” comienza hace pocos años, en realidad. El 10 de junio de 1922, entre revista y revista, Ethel Grumm, pianista de teatro salió corriendo del mismo, casi sin avisar al marido, porque le acosaban los dolores de parto. Nació Frances y aquella niña, gordinflona y sonriente, hizo su debut a los 3 años en un teatro de Grand Rapids , por cuyas aberturas se colaba un frío endemoniado. Pero eran los días de Navidad y alguien ideó vestir a la pequeña Francisquita con un vestido blanco, con un gorro y zapatos rojos. Frances, sin la menor reserva, salió al palco escénico, pensando, seguramente, que aquel era el sitio más natural del mundo, ya que en él veía, tanto a su padre Frank , como a su madre y a su hermana Susy. Previamente le habían enseñado, con no pocos trabajos, una cancioncilla, apropiada para aquel nevoso tiempo que se llama “Jingle Bells”. Le habían prometido una gran torta y una muñeca —si lo hacía bien—, y Frances se esforzó en tener éxito. Se paró de puntas, bailo desenfadadamente, prodigó su sonrisilla hasta la saciedad, se inclinó ante el público que no veía— pero que luego confesó si escuchar claramente —y, corriendo, sonrojada, se echó en los brazos de la madre que le esperaba entre bambalinas. Pero el público la había tomado con ella. Le había hecho placer y mucha gracia, aquella chiquilla cuya faldita ondeaba en cada giro y que no alcanzaba las notas altas si no respiraba antes como sorbiendo una lágrima. La hicieron llegar por tres veces a la escena y le llovieron los aplausos. La familia estaba feliz. Pero fue allí, precisamente y en aquella noche, donde se empezó a incubar la locura de Judy Garland.

Si. Porque, para el resto de su niñez, fue una niña sin muñecas, sin casa, sin amigos, sin juegos verdaderos, sin afectos, casi. Su padre, con la experiencia escénica que le habían dado los años, comprendió que, en el talento de la chiquilla había una mina, muy a tiempo descubierta, cuando la de los progenitores empezaba a declinar tan visiblemente que no pocas veces les dieron con las puertas en las narices, al ir a pedir trabajo en una Agencia. Uno no puede decir, en rigor, que el padre haya querido cobrar a la vida un poco de holgazanería haciendo trabajar a la niña. Pero lo cierto es que con Virginia, otra hermanita, y Susana, formó un malhadado trío que se llamó “The Gumm Sisters”. Pero a George Jessel, un lobo teatral de California, el nombrecito no le cayó muy bien y sugirió, sonriendo, que se cambiase por el más eufónico de “The Garland Sisters”. Tomó a Judy entre sus manos y sin ir más allá, la bautizó con ese nombre. Judy Garland— guirnalda—, nacía en ese momento a la celebridad y al calvario.
Ella era el alma del trío. Susy y Virginia no pasaban de ser unas almas de Dios vestidas en traje corto y sufriendo con los complicados pasos de las rutinas de danza. Pero Judy tenia una natural disposición para aprender y lo hizo rápidamente. Tanto que poco a poco fue opacando a sus hermanitas y quedándose sola con el trabajo. No podía estar “en casa”—la cual era, casi siempre, el cuarto de un hotel de viajeros—, porque el teatro-tirano la reclamaba constantemente. No podía jugar porque no tenia juguetes —¡había tan poco espacio en las maletas!— y ni tenia con quien. Nunca conoció el gozo de un pastel de cumpleaños, la alegría de ir saltando por una calleja solitaria acompañada de una pelota; el miedo inicial de un par de patines, y tampoco sintió, jamás, la mirada de un niño, protegiéndola, pasándole el brazo por tras la nuca, mirándola y queriéndola. Sus hermanas pronto empezaron a envidiarla al notar que los mayores cuidados, todas las atenciones y las mejores cosas eran para “Frances”. La niña se refugió en el orgullo y hasta en el desdén. Pero esto era muy poca cosa al lado del sencillo privilegio de ser una “niña como todas las demás”. Y cuando esto decía, se acodaba en la venta, viendo a las chiquillas del barrio “vivir su vida y, sobre todo su niñez, que es la parte más encantadora de toda la existencia”.
En 1935 Shirley Temple, Jackie Cooper, Mickey Rooney y Feddie Bartholomew eran los niños “prodigio” de Hollywood ya que Deanna Durbin no introducía, todavía, el tipo de las niñas cantantes. Los señores de la Metro “olieron” la presa y comenzaron a pagar a Judy— prácticamente a su papá—, mil dólares semanales, pero imponiendo como condición, que el trío desapareciese y que el apellido Garland fuese exclusivo de la chiquilla. A Susana y Virginia el arreglo les fue de perlas y ellas, que jamás habían tenido una clara vocación para el teatro y que siempre hicieron sus apariciones “tan sólo para no enojar a los papás” contentísimas se retiraron a la vida del hogar y al poco tiempo se casaban, jurando por todos los santos del cielo, que “sentarían cabeza en algún sitio de la tierra y que jamás volverían al teatro, ni como diversión”. Judy, entonces, cobró un miedo enorme. Se sintió sola en la vida y empezó a ver, claramente, que, de allí en adelante, ella debería ser el eje central de la casa. Jirimiqueó por un largo rato pero tuvo que obedecer a “papá” que le hablaba con voces duras. Y la niña sin muñecas y sin afectos pasó a ser una adolescente preocupada. Un día, ya presa de las primeras desesperaciones, intentó saltar por la ventana. El piso se encontraba 14 ventanas más abajo.
Había sonado el timbre de la alarma pero ninguno la escuchó. El pretendido gesto suicida fue interpretado como el gesto de una niña rebelde que “no entiende el valor de la tradición familiar”. A nadie le pasó por la cabeza que aquel cuerpecito, grácil y gentil, había estado obligado, desde hacía nueve años a un esfuerzo feroz. Ninguno entrevió el peligro que se cernía sobre su conciencia y, con sonrisas y halagos, la niña fue presionada a volver a la “vida brillante, envidiable y bien pagada del cine”. Pero con el primer contrato vino la primera desgracia. Frank, el padre, murió, aumentando la soledad de la chica. La madre veía en Judy, no a una niña deseosa de tomar consejo y de reclinarse en su pecho, sino “la carrera”. Quiso hacer en ella lo que por si sola jamás pudo realizar. Le pedía cosas que ella jamás cumplía. Le imponía deberes y cargas que para ella jamás tomó. Judy fue, en verdad, dueña de una constancia tremenda y de una fortísima voluntad y si no enloqueció antes no fue porque motivos no le faltaran.
Después que Judy educó su voz con Sophia Tucker y que realmente aprendió danza con un joven pero oscuro profesor llamada Gene Kelly, fue llamada a hacer una parte importante al lado de Deanna Durbin y mientras que ésta interpretaba arias de ópera Judy lo hacia con el jazz. Los públicos que estaban locos con Deanna extendieron su locura a Juddy. La MGM empezó a ganar millones de dólares con sus películas y las hizo con ella una tras otra. ¿Qué no había vacaciones? ¡Qué importaba si ella era tan joven y podía tomarlas después! ¿Qué el descanso era poco, el sueño poco tranquilo, la alimentación irregular, los “scripts” enormemente largos, las fatigas de la danza muchas y las complicaciones peores? ¿Y qué importaba todo si Judy ganaba, si su madre, su tutora, su apoyo moral y judicial estaba contenta? ¿Que aquello era cruel? ¿Y quien diablos hablaba de crueldades de ese tipo, cuando muchas otras niñas y señoritingas podían dejarse matar tan sólo por una segunda parte? El cine se estaba comiendo realmente a Judy. Pero ¿no sucede así siempre en este sistema económico que sorbe energías, que destroza vidas pero que da, a cambio, rótulos de gas neón, millones de líneas ágatas al año, fotos por todo el mundo y calidad de ídolo?
Este periodo de su vida pudiera parecer lejano porque sucedía entes de la guerra y el recuerdo de “Follies de Broadway 1938” y “El Mago de Oz” ya está suficientemente diluido en la mente de todos. Pero ya desde entonces rondaba el espíritu del cansancio y el tedio en aquella cabecita redonda, como de muñeca, que tan bien sabía sonreír. Judy se encontró, siempre, fea ante las demás mujeres de Hollywood. Cuando dejó de ser niña prodigio un día encontró que, en realidad, no era la mujer fascinadora que todos quieren encontrar en la “estrella”. Tenía una gran tendencia a engordar y su cara, redonda, se hacia como una pelota demasiado inflada en cuanto ella tenía cualquier descuido. Si se miraba en el espejo siempre se encontraba con la nariz demasiado gruesa, los dientes irregulares, las orejas demasiado atrás y el cuello corto, como sumido, que no encajado en los hombros. Y cada día, como barros mentales, empezaron a saltar los complejos. Fue volviéndose tímida y desconfiada. Cuando le colgaron el apodo de “solterona” corrió a Las Vegas y en menos que canta un gallo se casó con el primero que encontró y éste fue David Rose. Eso sucedía en julio de 1941 pero la precipitación en tal matrimonio fue tal que en diciembre del mismo año se impuso la separación. Después se dedicó a flirtear con Vincent Minelli, pero desde 1944 la crisis empeoró. Creció su depresión, peleaba con todos bajo el efecto de los excitantes y por la noche, para vencer el insomnio crónico, tomaba somníferos. Comenzó a engordar de una manera total a tal punto que se le veía como inflada y luego, para responder a las exigencias de su agónica carrera, era obligada a tener curas adelgazadoras que barrían con sus últimas energías y la ponían al borde del colapso. Su sistema nervioso estaba despedazado. Ella misma se asustó cuando descubrió que “hablaba sola más de lo debido” y que solía ver animales inexistentes corriendo por las paredes. Aún así se casó con Minelli en el 1945 y al año siguiente tuvo una niña: Liza. Mientras interpretaba “El Pirata” tuvo una crisis, en plena escena, y tuvo que ser transportada a una clínica de Los Ángeles, donde empezó a curarse de los nervios finalizando el tratamiento en Boston en un sanatorio psiquiátrico. Pero no se curó. Perdía la confianza en si misma y, para recuperarla, recurría a los excitantes y aún a los estupefacientes. Perdía un film tras otro y como proseguía engordando fue sustituida, en una cinta por Ginger Rogers y en otra por Betty Hutton. En 1950 le fue ofrecida la última oportunidad. Pero fue en vano. Volvieron a surgir “los caprichos” y las perdidas consiguientes para para la empresa. Un sábado fue despedida y sustituida por Jane Powell. El lunes siguiente la madre, que se había separado de ella, murió, mientras se ganaba la vida cuidando automóviles.
https://youtu.be/pWVd_nko9Jw
Judy quiso matarse y se abrió la garganta con los vidrios de un vaso y la prensa sugirió, entonces, que se trataba de un suicidio “arreglado”. Las consecuencias fueron terribles. El Hollywood hipócrita le volvió la espalda y la chica, que 10 años atrás había sido recibida con Mickey Rooney en la Casa Blanca ahora era considerada como la peste.
En tan terrible conflicto decidió ir a New York “para olvidar”. Allí se encontró con Sid Luft ex aviador y ex marido de la actriz Lynn Bari. Se hablaron, se comprometieron y pusieron a confrontación sus vidas incompletas, rotas, sangrientas, arañadas e insatisfechas, decidiendo, ambos comenzar desde la raíz, de nuevo, con energía que no tenían, con voluntad que no poseían y con medios que ya escaseaban. Judy se sometió a un adelgazamiento racional, lento pero seguro. Preparó algunas canciones y poco tiempo después, en el “Palladium” de Londres debutaba como nueva estrella, más glamorosa por madura, más seductora por experimentada, más atrayente por sufrida. Pasó luego a Edimburgo, a Liverpool, a Manchester, a Dublin y, en fin, a toda Inglaterra. Al retornar a América el Palace Theatre, de Nueva York, le abrió las puertas y fue tal su éxito que allí permaneció por 19 semanas. Tímidamente tentaleando decidió llegar a Los Ángeles.
Demostró estar totalmente curada, al menos eso creía hace dos y medio años, y los boletos de su espectáculo, en el mercado negro, llegaron a cotizarse a 50 dólares. Ya se había casado con Luft y habían tenido una hija: Lorna. Fue en ese tiempo cuando la Warner le ofreció interpretar “Nace una Estrella”. Durante el trabajo de filmación rondaron algunos fantasmas, viejos conocidos, estimulados a salir por el calor de los reflectores y la consideración de las gentes. Pero Sid les ahogó como mató a los de la envidia que surgieron cuando Judy perdió el Óscar que, en su lugar, fue asignado a Grace Kelly. Ahora, el canto, la televisión, y el radio la compensan, en parte, porque el cine le niega, con obstinación un regreso definitivo. Y es que los agentes de las grandes productoras se han acercado a las clínicas, a las casas donde vive, a los hoteles y han encontrado mucha duda en las respuestas que han recibido. Judy no está bien del todo. A veces piensa que en lugar de mejorar del todo, dejando de caer, rebota. Su razón no está enraizada. No está asegura. Va y viene. Ya es tres veces madre, piensa que no quiere quedarse. Pero Judy, que ha pagado muy caro el pecado de su vanidad y siente que después de no haber tenido niñez, ni casi juventud, tiene algún derecho a la madurez. Sobre todas las cosas no quiere que sus hijos digan algún día que con profundo dolor: “Mi madre es esa loca”. Su razón, más brillante por menos constante, cuando se hace presente le pone en evidencia estas estampas. Y por eso, un día de estos, Judy se inclinará ante la tumba de San Francisco, en Asís, para decirle desde el fondo de su alma: ¡San Francisco, Santo mío! ¡Devuélveme para siempre la razón!
*Texto publicado el 30 de enero de 1957, número 188.
https://youtu.be/hmx1L8G25q4
