Al matar a la muerte, la religión desvive la vida. Octavio Paz

Unos 2700 años antes de nuestra era, los sumerios —luego conquistados por babilonios, acadios y un largo etcétera— concibieron el Poema de Gilgamesh, donde hallamos los grandes temas que de múltiples formas se desarrollarían durante los siguientes 5000 años: el amor y el deseo, la amistad y la lucha contra el mal, el poder y la flaqueza, el diluvio universal y la destrucción, el miedo y la angustia ante la muerte, y con ello, el afán de trascendencia, el deseo de inmortalidad. La sumeria Enjeduana, sacerdotisa y primera poetisa conocida hasta hoy, denota ese temor en algunos pasajes de sus himnos a la diosa Innana. La muerte es una de las grandes preocupaciones y motivos de reflexión en todas las culturas, pues precisamente el terror a la muerte —como asegura Oswald Spengler— es el origen de las lucubraciones metafísicas, que surgen en primer lugar porque el hombre es consciente de ser mortal. He ahí el origen de religiones y filosofías.

La cultura egipcia estuvo tan segura de la existencia de un más allá que produjo el llamado Libro de los muertos, texto que le indicaba al difunto cómo actuar después de morir. Dependiendo del estatus social, es decir, del dinero de la familia del finado, aumentaba o disminuía la calidad del libro. Si el muerto era prominente desde el punto de vista económico, incluso se incluía ilustraciones en el libro para que su camino hacia la inmortalidad fuera menos problemático, más seguro. Tal vez aquí empieza el primer gran negocio a partir de nuestro miedo a la muerte. También surgirán los milagros, y con ellos las peregrinaciones a las tumbas o templos de los dioses, y con todo lo anterior, las célebres alcancías que aún encontramos en las iglesias: dar dinero “al ídolo” nos asegura su beneplácito y es un modo de comunicarnos con los inmortales, con aquellos que nos trascienden y superan. Así disminuye nuestro temor y aumenta nuestra seguridad al saber que en algún momento estaremos con ellos o cerca de ellos: no con los inmortales del cuento de Borges, sino con los del “más allá” manipulado desde el más acá. En uno de los himnos del Rig Veda sánscrito se dirá tiempo después que la religión “no es para los avaros”. Y ciertamente no lo es.

En efecto, si en algo guardan parecido las religiones que nos venden la inmortalidad y las compañías de seguros es que ambas manejan emociones e inseguridades humanas, y en particular el miedo. En un caso, se trata del miedo a morir o a no estar en buenos términos con dios o los dioses; en el otro, del miedo a que nos asalten, nos roben el coche o la casa, o el temor a dejar a los hijos o cónyuge sin un centavo tras nuestro deceso. Es imposible ser racionales todo el tiempo, puesto que la razón es una capacidad que sólo a veces se ejerce, pero a menudo no. Los humanos también vivimos de acuerdo con nuestras emociones, instintos, sentimientos, impulsos, sensaciones, intuiciones, fe, sueños, deseos, voluntad…, y estos elementos pertenecen a nuestra zona irracional, tan importante como la racional, que ayuda a controlarlos o incluso a opacar a alguno de ellos. Lo mejor es pensar y actuar en el más acá sin dejarse manipular por esos vendedores de inmortalidad. Quien quiera creer en Zeus o en el hombre araña, que lo haga, y quien desee llenar las alcancías de las iglesias para engordar obispos está en su derecho.