La insólita oposición a la Ley de Seguridad Interior enarbolada por la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la CNDH tuvo un eco pocas veces visto. A la lista de adherentes primigenios se sumaron otros actores de peso pesado. En el ámbito internacional se hicieron sentir las vigorosas muestras de rechazo emitidas desde la ONU por los expertos del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas y del Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias; así como por cinco relatores especiales encargados, respectivamente, de las temáticas alusivas al derecho a la privacidad, la situación de los defensores de derechos humanos, las ejecuciones sumarias o extrajudiciales, la promoción de la verdad y la libertad de expresión.
En el plano interno brillaron los pronunciamientos hechos por la Federación Mexicana de Organismos Públicos de Derechos Humanos, el rector de la UNAM y otros directivos de instituciones de enseñanza superior, la Comisión Episcopal Mexicana, un conglomerado de destacados doctores en derecho y los histriones Gael García Bernal y Diego Luna.
Todo ese histórico esfuerzo resultó en vano. Luego de un simulacro de diálogo que devino en un escarnio a la ciudadanía y atropellando las más elementales formalidades del procedimiento legislativo, senadores y diputados adictos al régimen aprobaron el ordenamiento exigido por el sector castrense. Con ese inefable acto sentaron las bases para que la guerra civil que estamos padeciendo desde hace once años se vuelva indefinida, validaron el andamiaje legal que facilitará la represión y el genocidio por goteo denunciado por el jurista argentino Raúl Eugenio Zaffaroni, juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y sembraron el huevo de la serpiente del totalitarismo, así descrito por el pensador italiano Giorgio Agamben: “Cuando el Estado de excepción se vuelve permanente, se transforma en una máquina letal”.

De pies a cabeza, la Ley de Seguridad Interior es una auténtica aberración jurídica. Transgrede manifiestamente los artículos 1, 21, 29, 73, 89, fracción VI, 119 y 129 de la carta magna y debe ser vetada por el Ejecutivo federal. De lo contrario, será menester defender la vigencia del Estado constitucional de derecho mediante la promoción de controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad y amparos ciudadanos a granel.
Empero, lo más grave es que este instrumento viola flagrantemente numerosas normas imperativas o ius cogens previstas en tratados de derechos humanos y por tanto es tipificatoria de un hecho internacionalmente ilícito. Es decir, los legisladores hicieron que el Estado mexicano incurriera en una delicada responsabilidad internacional, figura contemplada en la resolución A 56/83 aprobada por la asamblea general de la ONU el 12 de diciembre de 2001.
Es preciso exigir la rendición de cuentas a los golpistas que votaron a favor de la ruptura del orden constitucional. Esta atrocidad sin nombre no puede quedar impune.



