Por Jaime Mesa*

 

Las últimas páginas del diario en cuatro tomos de Milena Betancur revelan una desesperación bochornosa, como la de quien es expulsado de la tribu por alguna deformación y pide inútilmente clemencia a la multitud antes de perderse para siempre en la selva. Las palabras de Milena me recordaron a las ancianas que piden limosna en las calles, arrebujadas con mantas, vasito de papel y ojos hundidos en la acera mientras murmuran: “por el amor de dios”. Encienden la caridad pero también un deseo brutal de vaciar la historia y hacer justicia, que dejas pasar porque aunque es tu problema como humanidad, no es tu problema como persona. A fin de cuentas, la caridad, el deseo de ayudar, se transforma en amargura porque no puedes hacer absolutamente nada para evitar que una anciana muera olvidada y sola, excepto que te la lleves a casa, la alimentes y, en lugar de darle una moneda, como finalmente haces, le salves la vida.

A sus sesenta años, Milena se sabía enferma y abandonada por el mundo. En esas páginas hay una conciencia clara de la muerte y se nota una ansiedad por vivir sólo en la escritura. Me consta que Milena le dio la espalda a los tratamientos médicos y llevó a cabo un lento suicido ritual, como si pretendiera inmolarse en secreto pero dejando constancia de lo que la gente le había arrebatado. No sé si quiso ser ejemplo de cómo alguien talentoso y brillante cae en la desgracia por el mismo medio que primero la ignoró y luego la tragó completa para luego escupirla. En la parte final del diario describió minuciosamente lo que la soledad le depara a los marginados.

La última anotación data de una semana antes de su muerte. Dos semanas antes de que la encontrara hinchada y podrida como los perros atropellados que, relata en algún cuento, recogía de niña para ganarse la vida. Los diarios, ¿la novela?, esas historias contenidas en cuatro tomos no relatan que fui yo quien la encontró, quien avisó al guardia de la caseta de vigilancia y quien la vio salir tendida en una camilla, envuelta en una sábana sucia. Aparezco mencionado varias veces en sus diarios y nuestra rara amistad está relatada con la calma de quien está seguro de que vivirá mucho tiempo. Ahí cuenta que estaba al tanto de que robé un ejemplar de su único, sorprendente y casi desconocido libro de cuentos; estaba orgullosa de mí como lector puro, uno de esos seres cuya vida se transforma a través de la lectura de una historia. Y es cierto. Antes de conocer a Milena yo leía, quizá, periódicos o revistas, y ella, en medio de nuestras cortas y sustanciosas conversaciones, fue mencionando libros y autores, me hizo comenzar a estar todo el tiempo hambriento de historias y, de manera indirecta, me puso frente a una pila de ejemplares de su único libro. Perros del asfalto.

Conocer a Milena fue mi verdadera escuela. A través de ella me fui interesando y poco a poco fui leyendo toda su biblioteca, ahora mía. Siempre he sido un buen escucha de las personas. Absorbo todo, sus dudas, sus ideas, sus tonos. No soy culto pero sé escuchar. “No voy a escribir literatura”, me dije cuando empecé esto. Me di cuenta de que no iba a escribir una novela (aunque la ficción es la madre de todas las verdades), pero terminé escribiendo por la educación sentimental que Milena me dio. Ella me hizo entrar en un mundo. “Deberías escribir un cuento”, me dijo una vez y yo reí porque pensé que se burlaba de mi ignorancia. Sin embargo, la técnica literaria, las lecturas, sus intuiciones, terminaron por servirme para escribir este libelo contra ella. Porque de eso se trata. Por eso esto es una reescritura de su conciencia y de sus ideas. La usé como su propio enemigo, y perdonen: mucho es paráfrasis de lo que alguna vez me dijo. Este texto es fruto de mi sorpresa y de mi decepción. Pensé que no existía la bondad en el mundo hasta que conocí a Milena. Pero, entonces, poco a poco la fui conociendo en realidad y me decepcioné. “Nadie necesita ser realmente un escritor cuando se puede ser un buen ser humano como ella lo fue”, me dije luego de conocer su vida, sus fracasos y sus sueños. Pero estaba equivocado.

Aprendí a hacer la síntesis de todo cuanto leí en los diarios y luego la fui cruzando con lo real y lo que me contó. Resumí esa Gran Guerra. Tengo ese don. Esto, pues, le pertenece a Milena Betancur, y cuando me atrevo a glosarla, debo advertirle a quien lea: todas las certezas son de ella y todas las dudas son mías; dentro de mi inocencia, intenté verificar o averiguar más sobre los dichos que a veces aparecen como comentarios personales fruto del enojo en los diarios. Encontré otro infierno en cientos de opiniones al margen de los comentarios públicos (en pies de página de revistas, suplementos en internet) sobre los tres protagonistas de esta historia. Son más oscuras, y paradójicamente luminosas, esas acotaciones de lectores desconocidos que sueltan información valiosa. Es terrible y cruel, pero siempre guarda sombras de verdad.

Mi vida cambió rotundamente después de leer un cuento, uno solo, de Milena Betancur, autora desconocida y protagonista de uno de los escándalos literarios más intensos de que se tenga noticia, quien murió apartada del mundo, sin familiares, amigos o amores a los que pudiéramos avisarles de su fallecimiento.

Es curioso conocer realmente a alguien después de muerto. Curioso y trágico. Aun ahora, cuando mis amigos me cuentan historias o me relatan cualquier cosa cotidiana, busco dentro de su mirada un detalle que me revele que detrás de lo que cuentan hay algo más. Mi vana ilusión es que no sometan sus secretos a la hermética cueva de su intimidad. Temo hallar, en la gente que voy conociendo, a otra Milena, a otra mujer de sesenta años que, en apariencia, lleve una vida tranquila, alegre, normal, y al morir deje un legado de sucesos, casualidades que son su verdadera historia y no el discurso automático de todos los días. “Buenos días”, “Buenas tardes”, “buenas noches”, “¿cómo te sientes?”, “¿en qué piensas?”. Todas, piezas de una estructura que conforma esto en lo que vivimos. Tengo miedo, ahora, de que en alguna de esas miles de casas, cuartos de hotel, covachas, haya manuscritos abandonados que cuenten la historia verdadera, una historia verdadera, alejada de nosotros, los lectores, y que el tiempo, la humedad, las polillas vayan consumiéndolos. Cuando una historia se destruye, tenemos una posibilidad menos de hacer algo con nosotros mismos, de cambiar algo del mundo. Qué terrible pavor el de no poder salvar del olvido todos esos libros que permanecerán desconocidos hasta el final de los tiempos y que, buenos o malos, se quedarán atorados en el limbo como las almas de los perros reventados en las carreteras.

Por eso debo contar esta historia (y también porque ya quemé tres de los cuatro tomos). Resumir, de alguna forma, las memorias de Milena Betancur, que, extraídas antes de que la Cruz Verde llegara para levantar el cuerpo y ocultas del mundo, han gestado en mí el ansia terrible de revivirlo, contarlo y hacer que, de nuevo, la historia empiece desde el principio y alguien más la conozca. Las casualidades son el nombre de los sucesos atados entre sí por finísimos hilos de seda y no deberían espantar nunca a los buenos observadores porque son predecibles. Esta es la historia de varios libros que no debieron ser escritos.

Me perturban otras cosas, claro. Y supongo iré rescatándolas poco a poco. Lo que más me atormenta en este momento son dos ideas encontradas: una, la terrorífica certeza de que la vida completa de Milena Betancur cabe en cuatro libretas. ¿Es posible que cuatrocientas hojas escritas por los dos lados puedan contener a alguien desde su nacimiento, aquel primer llanto, el hallazgo del mundo a través de los sentidos, las separaciones, los cariños, las inseguridades, los encuentros, las revelaciones que el corazón, la mente y la conciencia de Milena experimentaron? Quizá. En todo caso, Milena no hace referencia a nada de eso en sus diarios. Quizá en sus cuentos haya más pistas, si suponemos que esas siete historias perfectas tienen que ver con ella directamente. Para mí, esa suposición parte de que al mes de conocernos me contó aquella historia de los perros atropellados y luego la hallé en uno de sus cuentos. Pero es aventurado asumir que “De la infancia”, “A través”, “Árboles rotos”, “Espacios”, “El mapa luego del tocadiscos”, “Hasta aquí” y “Perros atropellados” relatan la infancia de Milena, la separación de sus padres, la llegada a vivir con su abuela materna, su estancia en la universidad, su primer amor, su decisión de ser escritora… No tengo más referentes que mi memoria para inferir qué tanto hay de la vida de Milena en esos textos. Quizá nada.


Sin embargo, del relato de los cuatro cuadernos debo extraer que a Milena no le importaba tanto ese pasado. Es decir, el proceso lento y doloroso para convertirse en una persona adulta. Le importó más su odio a Jaime Abril, paradójicamente, el lastre que la llevó al fondo del mar; el conocer y luego amar a Bert Boonstra (ya contaré quién es este señor), la sorpresa, el escándalo y, lo que está escrito con más acidez y transparencia, el destierro y la revelación de que su vida había fracasado e iba a morir sin que el odio, el amor o el escándalo pudieran interponerse. “Cuando uno reconoce que va a morir, sueña con ello o se levanta una mañana con esa impresión, el miedo se vuelve el único dios”, dice en alguna parte rumbo al final. Milena cuenta sólo eso. Ninguna mención a sus padres, a sus recuerdos más allá de esos planetas que, parecía, jalaban al resto hacia sus órbitas. Jaime Abril, su sorprendente contrincante eterno, y de la mano de ese odio las lecciones, que nunca dejó de dar, de literatura, y la admiración a escritores que habían muerto en la miseria. Para Milena eran un pasatiempo salvador las historias de suicidios memorables que traen de la mano el descubrimiento de una novela destinada a deslumbrar al mundo, o de repudios hacia un autor que lo recluyeron en sí mismo y dieron a la posteridad grandes páginas. Hay cientos de esas historias desperdigadas en los márgenes de las libretas. Hablaba de Bert con una especie de amargura, resentimiento y amor familiares. Como si al final hubiera perdonado a su esposo y hubiera asumido que la culpa fue siempre de ella. Es curiosa la intensidad en las partes que hablan de Bert; ahí encuentro material para desmentir las notas y chismes de que Milena siempre tuvo un plan oculto para con el famoso y viejo escritor, lo exprimió hasta el final y fue responsable incluso de su enfermedad. Sé, porque en la soledad de la escritura y la muerte solemos ser honestos, que Milena Betancur amaba a Bert y actuó sin saber qué pasaría, confiando en que la literatura puede sacar lo mejor de las personas. De alguna forma, al intentar salvar a Bert, Milena intentaba salvarse. Y por poco lo consigue. En sus diarios había pocas menciones al escándalo. Meras referencias frías y, a veces, resentidas. Pero sólo hace falta un manojo de detalles para captar el contexto y unir las piezas de las miles de notas y reportajes que aparecieron.

Cuando escribo esto me siento como el poseedor único de la verdad y de alguna forma me afirmo como un traidor que desangra a Milena con esta abusiva invasión de su intimidad. Me contento porque en realidad yo fui el traicionado. Siempre la conocí amable y bondadosa. Yo estaba solo y ella me dio muchas tardes de compañía y esperanza. Creí conocerla, pero con la lectura de los diarios descubrí que era un monstruo. Milena fue mi figura materna y quedé desvalido. Al principio me dominaba un afán de reivindicación: Milena no era tan buena escritora como ella creía, pero tampoco tan desastrosa como se decía. Tuvo una capacidad envidiable para seducir a sus alumnos, a Bert Boonstra, incluso a mí. De ahí partía su magia y su papel en el mundo. La seducción sutil de su charla, esa mirada de sabia sensual… Siempre pensé que ese poder la podía salvar, redimir. Fue una perdedora. Yo sentía la obligación de reivindicarla como la persona que me servía limonada y platicaba maravillosamente, pero terminé siendo un morboso, y están leyendo el resultado de esa desviación. Mi intención final: compaginar su deslumbrante personalidad y bondad con el monstruo que, entre líneas, ella misma confesaba ser.

Milena Betancur vino al mundo a los 36 años, a los pocos meses de publicar su único libro, en una fiesta de fin de taller. Mientras los demás hablaban, un tanto ebrios, cerca de las doce de la noche, ella empezó a acariciar casi distraídamente a Jaime Abril, su alumno, de unos 17 años. Nadie se dio cuenta. Él era mucho más alto que ella, fuerte, de mandíbula alegre pero dura, con los rasgos de un hombre curtido, pero con una imposible mirada de niño perdido. Milena había empezado por ponerle una mano a media espalda, y mientras alguien contaba chismes literarios ella había comenzado a masajear como una madre revolviendo el cabello de su hijo luego de que metió un gol. Jaime Abril contuvo las ganas de revolcarse por el placer de comprobar que la maestra, la persona que lo elogiaba sesión a sesión, la escritora que le había enseñado libros y autores y se refería a sus cuentos inútiles y primitivos como “brillantes”, sentía la misma atracción que él hacia ella. Al calor de las risas de los demás, Milena fue bajando la mano, regordeta, blanca y con las uñas pintadas de rojo, hasta el inicio de las nalgas del joven. Esa fue la conquista de esa noche. Media hora de escarceos entre la espalda y el inicio de las nalgas, entre la playera mojada por el sudor de la borrachera y la tensión de los músculos juveniles. Cada detalle de esa escena, el origen de los tiempos para la vida de Milena, está descrito minuciosamente en los diarios. El rubor de sus mejillas, que no sabía por qué no la delataba, la deliciosa humedad de su vagina, sus pezones duros. Milena habla de su excitación, de que ese juego representó uno de los momentos más altos de su vida sensual. Treinta minutos de estimulación que terminaron en una asombrosa cogida con su marido más tarde. “Cógeme como si fuera una niña”, le decía al oído, trasladando la inocencia de Jaime Abril a ella misma, “como si tu verga me estuviera traspasando por primera vez”. Frases que le hubiera dicho a Jaime toda la noche. En sus diarios sólo hay menciones sexuales explícitas relacionadas con Jaime Abril. De nadie más, ni siquiera de su esposo Bert. Ahí están narradas con exquisita complacencia las tardes de sexo en moteles y las sesiones de cinco horas, cuando decidía cancelar el taller de los sábados. Cada relación sexual, en lugar de saciarla, la involucraba más con el hambre de absorber a todas horas el cuerpo de su alumno. Las nalgas de Jaime: “blancas, llenas de vellos negros y flacas y duras cuando me penetraba”. Su miembro: “torcido como una zanahoria y rojo como una semilla de granada aplastada por un tenedor”. El incasable vaivén de su alumno la llenaba “inconmensurablemente” de semen. “Ahora le agradezco al destino haberme dado la sabiduría de nunca ponerle un condón a mi dulce hombre-niño”. Fue un año de sexo sin restricciones. Pero además, a pesar de la diferencia de edades, Milena Betancur había encontrado a un oyente, a alguien para trabajar un futuro que en su mente se construía con ilusión adolescente: una historia doméstica y romántica con un escritor, y la oportunidad de moldear ambas a su entero gusto.

Jaime Abril estudiaba en la universidad. Poco a poco iba robusteciéndose y adquiriendo el estilo ágil y desencajado que años después demostró en sus novelas. Tenía una novia, “un manojo de nervios cada vez que está conmigo, una niña tonta que no sabe la calidad del hombre que tiene”, decía Milena. Pero nunca hubo una conversación en busca de culpas, límites o para estudiar el futuro de aquella relación. Era sexo y charlas literarias, sexo y cigarros, sexo y lamerse todo el tiempo. Ese tiempo fue “el paraíso con el que la vida me compensó un matrimonio aburrido y la vida con un hombre enano de mente”. Sin embargo, en una declaración que luego se cumplió a medias, recae la maldición de Milena. Alguna vez, empujada por los celos, le dijo a Jaime Abril que siempre estaría solo, nunca encontraría una verdadera mujer con la que pudiera estar y pasar el resto de sus días. Jaime la escuchó incrédulo, pero era tanta la confianza que había depositado en su maestra, que aquella advertencia resonaba en su mente de vez en cuando, justo al término de alguna relación o en los periodos fértiles de escritura, pero también de una soledad dolorosa. “Serás un famoso y magnífico escritor, pero siempre estarás solo. Ese es el precio”. El subtexto, como siempre, era: “Quédate toda la vida conmigo”, pero con el paso del tiempo, Milena fue entendiendo que esa posibilidad se desvanecía mientras ella envejecía y Jaime Abril maduraba. Dentro de poco, pensaba, el joven escritor encontraría a alguien mejor.

*Fragmento de la novela “La mujer inexistente”, de Jaime Mesa (Alfaguara, 2017) Agradecemos a la editorial por las facilidades otorgadas para su publicación.