Por Alberto Ruy Sánchez*

 

 

La araña sagrada

Los ausentes soplan

y la noche es densa.

La noche tiene el color

de los párpados del muerto.

Toda la noche hago la noche.

Toda la noche escribo.

Palabra por palabra

yo escribo la noche.

ALEJANDRA PIZARNIK

 

¿Quién era esa persona que insistió en contarme al oído su viaje al fondo de lo más obscuro del siglo? ¿Shajarazad de ilusiones perdidas? La respuesta me llegó muy poco a poco y nunca totalmente fuera de su bruma.

Lo que me enviaba estaba escrito desde la neblina del creyente, del enamorado, del ciego y sordo que todo lo oye y todo lo ve sin verlo, del que es tenaz en su deseo, del que cuenta los sueños que dibujan la orilla de su cuerpo, del que por azar regresó del infierno.

Conservo los principales desvaríos porque incluso si parecen alejarse, tarde o temprano confluyen en el mismo río nocturno donde todos nos bañamos, de donde todos bebemos. El río de las ilusiones del siglo que saben convertirse en algo amargo.

Conservo también las hojas sueltas con citas de poemas que me envió, algunos más enigmáticos que otros, como ese de Alejandra Pizarnik, una de sus lecturas preferidas. Es una descripción de los indicios deshilados que estas cartas ofrecen y a la vez la clave primordial del modo de leerlas:

“Te alejas de los nombres que hilan el silencio de las cosas”.

Trataré aquí de desafiar el silencio de las cosas y restituir poco a poco, y en la medida de lo posible, los nombres involucrados en esta historia. Lo que de ella sobrevive.

Quien ama ciegamente el tiempo que le tocó vivir, y lo ama hasta la locura, vive necesariamente una aventura que lleva al borde del abismo. Escucha ahí, con placer y misterio, sin ataduras, la música de las promesas del abismo.

Dejaré que sus palabras aquí y hasta su escritura nos vayan indicando a tumbos el camino.

Hoy de nuevo me despertó en medio de la noche el sueño de la serpiente dormida. Al oír mis pasos abrió de golpe los ojos regresando de su larga hibernación. Los abría tan ampliamente que llenaban todo el cuarto. Sus pupilas alargadas me seguían sin soltarme. Dejé de moverme y traté de dar un paso hacia atrás cuando sus ojos, fijos en mí, me lo impidieron.

Me había hecho su prisionero.

Yo no podía saber si ella estaba llena de miedo y al tratar de alejarme disminuiría el peligro de su agresión o, todo lo contrario, al moverme su instinto cazador vendría tras de mí en uno de esos saltos que son como relámpagos implacables.

Tampoco sabía si la brusquedad de mi presencia en sus ojos la habían puesto de mal humor o qué tipo de pasión animal despertaba en ella.

Nuestras miradas se ataron en un instante que me pareció una condena eterna.

Yo sabía, o creía saber en mi sueño, que las serpientes con ojos de pupilas alargadas suelen ser muy venenosas, a diferencia de las que tienen pupilas redondas. Y en ésta, de pronto, la pupila redonda donde se reflejaba mi cara se fue volviendo alargada y aguda, como colmillos negros con mi rostro deformado adentro.

Entonces, en mi sueño, me daba cuenta de que la serpiente no sabía que ella había despertado y pensaba que yo era parte de su sueño. Del sueño de la serpiente.

Esa fue la primera tarjeta postal que me llegó de aquella persona que al principio me escondía su cara y su nombre pero que insistía en contarme algo más íntimo, sus sueños. Y poco a poco iría contándome mucho más de lo que yo hubiera imaginado siquiera posible.

No es extraño que alguien desarrolle el deseo de compartir con escritores su intimidad y esconda su identidad. Durante muchos años yo mismo pedí que muchas mujeres y algunos hombres me contaran su mundo de anhelos y fantasías amorosas. Era parte de una larga investigación sobre la dimensión luminosa del deseo que fui publicando a lo largo de un par de décadas en varios libros. Cada nuevo libro fue multiplicando la cantidad de respuestas y la implicación sobre todo de mujeres en el desarrollo del proyecto, tan delirante como obsesivo.

Ahora, esta respuesta resultó tan radicalmente distinta a todas las demás que me obligó a mirar el lado obscuro del deseo. El de su compleja relación con el mal.

A diferencia de quienes todavía con relativa frecuencia me hacen llegar sus manuscritos o me cuentan cosas de su vida esperando alguna reacción de entusiasmo o por lo menos de interés en su persona, ésta no me daba ninguna pista para contactarla. Y mi curiosidad aumentaba con cada uno de sus envíos.

Los textos breves estaban escritos siempre en un cartón que en el reverso llevaba una imagen, un collage donde abundaban las serpientes. Una silueta aparecía siempre en ellos, en diferentes situaciones. Una silueta simple, de un rostro andrógino, indeterminado, observando la escena. No llegaron con una regularidad constante. Algunas veces pasó casi un año entre uno y otro. Los fui guardando desde el principio en una carpeta que, por ese primer texto, titulé de manera evidente Los sueños de la serpiente.

Los collages al reverso no eran menos inquietantes, variados y enigmáticos que los mensajes escritos. Despertaban mi curiosidad multiplicándola. Un doble halo de misterio emanaba de esos papeles y, por más que traté de seguir alguna pista, por algún tiempo todo parecía inútil. Me quedaba la elucubración como única herramienta y la imaginación como consuelo.

Al principio no tenía indicios seguros de su edad ni de su sexo. Sólo era evidente su perturbación, la efervescencia de su imaginación. Y algo en esa imaginación que la vinculaba poderosamente a mí por alguna razón que yo no alcanzaba a descifrar.

No pocas veces tuve miedo de que su delirio y esa fijación conmigo se volvieran agresivos y fueran peligrosos para quienes comparten mi vida, mis amigos, mi familia. Después de recibir cada “sueño” dediqué mucho más tiempo del que debía a pensar en lo que me contaba, en lo que podría significar y en averiguar un poco más de la persona que los enviaba. Algunas veces la pensaba como hombre y otras como mujer. Le ponía una edad u otra muy diferente. Comencé a acumular notas sobre esa persona. La llamé “Silueta”. Aunque sueño a sueño iba diciéndome implícitamente algo más de su personalidad y de sus obsesiones y temores, mi impaciencia y mi fantasía no hacían sino crecer.

Nunca imaginé entonces la dimensión que todo aquello tomaría. Ojalá me hubiera dado cuenta antes de que esta Silueta no se escondía de mí. Ella no sabía más de lo que me iba diciendo. Al enviarme sus textos estaba buscando su memoria, su identidad. La bruma que extendía hacia mí era todo lo que tenía, y en el acto de compartirla poco a poco fue construyéndose, reinventándose. Pero de eso me di cuenta mucho después.

Fue por casualidad que una de las ideas totalmente aventuradas que me venían a la mente resultó ser una clave verdadera y tener un vínculo más profundo con aquellos sueños de procedencia tan obscura. La idea de que esos mensajes y ese arte inusitados venían desde un encierro, un manicomio o una cárcel. O desde uno de esos encierros mentales con muros invisibles para los demás que pueden ser tan poderosos como las rejas.

Aunque al principio fui incapaz de darme cuenta plenamente, el puente imaginario que tendí entre dos realidades distantes fue dándole sentido a todo aquello y comenzó a desenredar levemente la madeja.

Como había con frecuencia algo atormentado en las imágenes creadas por La Silueta, pronto me hicieron pensar en los collages de terrible intensidad expresiva, fascinantes, que han hecho famosas a las prisioneras consideradas peligrosas de la cárcel mexicana de Santa Martha Acatitla. En un taller que el artista Luis Manuel Serrano conduce en esa prisión, un inesperado volcán creativo se ha dado a conocer desde hace algunos años.

Las internas, llamadas por el artista, en un juego de palabras, “Linternas”, logran mostrar algo radiante de su personalidad a pesar de estar en la penumbra del encierro, muchas veces víctimas de traiciones de sus hombres que las han hecho cómplices activas o pasivas de sus delitos y que no pocas veces las han entregado como prendas a cambio de su liberación. “A mí también —dice una de ellas— un hombre me llevó al baile”.

Serrano las hace hablar antes que nada de lo que sueñan, de quiénes son, de lo que anhelan, de lo que temen, de lo que se arrepienten o incuban en el alma. Esperanzas y desesperanzas corren entre ellas. Luego les da tijeras, pegamento, una base de madera y revistas de todo tipo para recortar y tratar de decir con imágenes lo que dicen que sienten. Son revistas de arte, de viajes, de literatura, de reportajes periodísticos, de crímenes, de historia. Predominan esas revistas que llaman femeninas y que están llenas de horribles por perfectamente bellos estereotipos de la mujer y del consumismo. Lujos lejanos, lenguajes corporales distantes, rostros no sólo maquillados en un estilo fijo, sino arreglados en computadora a la manera de moda en ese mundo. Fotografías comerciales que ellas recortan a su antojo, parten y recomponen dándoles sin pensarlo un sentido contrario al impulso en que fueron creadas. Con ese control sobre las imágenes comunes, ellas se apropian de herramientas inesperadas y adquieren el poder de mostrarse más allá de sus primeras palabras.

Los collages, con sus combinaciones sorpresivas, fruto tanto del azar como de lo más hondo del inconsciente, son de una fuerza inusitada. A través de ellos adquieren pronto también nuevas palabras y sobre todo nuevas ideas. Un vocabulario más apropiado para verse a sí mismas en la complejidad moral y en la complejidad vital que en sus cuerpos habita, late, desea. Cada una de ellas dice: “Yo no soy sólo lo que creen, lo que dicen”.

Incluso las que reconocen no ser inocentes del crimen que las llevó ahí, exigen no ser condenadas de manera absoluta hasta por sus familiares más cercanos. “Aquí una se da cuenta de que el amor no existe, no como lo pensábamos antes. Ni siquiera el de la familia. Y yo no soy sólo eso que ven.”

*Fragmento de la novela “Los sueños de la serpiente”, de Alberto Ruy Sánchez (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.