Por Sergio Ramírez*

 

1. Huevos rancheros a la diabla

El venerable Lada había pasado del azul celeste al azul de Prusia al salir del taller donde operaron milagros en la carrocería, agujereada por las balas en el atentado de tantos años atrás, donde perdiera la vida Lord Dixon. Dichosamente el motor no sufrió los impactos, y aquel viernes de agosto el valiente carrito enfilaba airoso hacia el sur por la carretera a Masaya, al volante el inspector Dolores Morales.

Las estructuras metálicas de los árboles de la vida mandados a sembrar por la primera dama poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda, violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa alzándose entre la maraña de rótulos comerciales.

Siguiendo las indicaciones del mapa que llevaba en el asiento de al lado, tomó hacia el oeste por la pista Jean Paul Genie en la rotonda de Galerías Santo Domingo, y luego, a la altura del Club Terraza, enrumbó otra vez al sur por el antiguo camino de Las Viudas, dejando atrás el hotel Barceló y el colegio Centroamérica de los jesuitas.

El camino, ahora pavimentado pero en malas condiciones, ascendía serpenteando hacia las primeras estribaciones de la sierra de Managua. Poco antes de alcanzar el reparto Intermezzo del Bosque se abría una trocha destinada a ser pronto una carretera en toda regla, marcada en el mapa con una gruesa línea roja: unos cinco kilómetros más de recorrido entre árboles añosos derribados por las motosierras encima de los despojos de los viejos cafetales, también arrasados de raíz, cedros, genízaros, guanacastes y caobos que mostraban sus muñones rojizos. Las aplanadoras emparejaban terrazas donde iban a alzarse mansiones amuralladas, y no era difícil advertir que los corrales, las pulperías y las viviendas de bajareque que aún se asomaban a la trocha estaban destinados a desaparecer ante el avance triunfal de las orugas de los tractores.

Una equis señalaba en el mapa el punto de destino. Al lado del portón de acceso había una garita con vidrios a prueba de balas, y junto a la garita un jeep Wrangler con dos hombres a bordo, uno al volante, y al lado otro que cargaba una ametralladora Uzi como quien acuna una muñeca; uno más dentro de la garita, y dos frente al portón.

No alcanzaban a disimular su catadura de muchachos de barriada a pesar de sus trajes grises color rata y las corbatas de poliéster bien anudadas en los cuellos tiesos de almidón, que debían escocerles la piel. Usaban, además, los mismos zapatos, tan pesados como si fueran ortopédicos.

El que parecía ser el jefe descendió del jeep, y con un movimiento giratorio de la mano le indicó que bajara el vidrio de la ventanilla. La manigueta no funcionaba, así que el inspector Morales procedió a abrir la puerta, y entonces entró el ruido de las podadoras, empecinadas en rasurar la grama de los extensos campos al otro lado del muro, y junto con el ruido el olor a la savia de los tallos aventados en lluvia menuda.

El hombre usaba anteojos oscuros de un tinte impenetrable. Llevaba el pelo rasurado al rape, y detrás de la oreja la serpentina del audífono. Bajo el faldón del saco se entreveía la pistola automática enfundada en una cartuchera de nailon. El agente Smith de The Matrix en persona.

Le pidió la cédula de identidad con seca cortesía, la fotografió usando su teléfono celular, y, luego de devolvérsela, él mismo le adhirió en la pechera de la camisa, del lado del corazón, un sticker con unos círculos concéntricos. Era la contraseña del día para los visitantes, pero más parecía una diana para guiar la puntería.

El de la garita recibió la orden de activar el portón eléctrico, que se descorrió sin ruido, y el Wrangler se puso en marcha delante del Lada. Todo era como en los torneos de golf de la televisión por cable en que jugaba Tiger Woods: suaves colinas perdiéndose en la distancia, la grama como un paño de billar salpicada de árboles trasplantados con grúas; y bajo el sol de aquella mañana de agosto, una laguna artificial que espejeaba a lo lejos.

El asfalto de la vereda era suave como la seda, y las llantas del Lada siseaban apenas al deslizarse a la velocidad impuesta por el Wrangler, mientras los aspersores regaban sobre los prados finas cortinas de agua irisadas. Hasta el cielo terso y sereno, con sus nubes lejanas e inofensivas de tarjeta postal, parecía pertenecer a un país extranjero.

El Wrangler se detuvo al lado de un rótulo que señalaba el estacionamiento de visitantes, y el agente Smith le indicó el lugar donde debía dejar el vehículo, aunque la playa de asfalto se hallaba desierta. El inspector Morales bajó, asentando primero la contera de su bastón. Había engordado y lo usaba para ayudarse a aliviar los crecientes dolores en la cadera del lado de la prótesis.

Con la misma seca cortesía de antes, el agente Smith le pidió que abriera el cartapacio, y luego lo hizo extender los brazos y separar las piernas para cachearlo, el bastón al aire en su mano izquierda, el cartapacio en la derecha. Por fin dio con el revólver 38 de nariz corta, que seguía llevando en el tahalí sujeto con una cremallera adhesiva al tobillo artificial.

El agente Smith entregó el revólver con todo y tahalí a uno de sus subalternos, quien lo depositó en una bolsa transparente, y le entregó un tiquete de resguardo. Entonces apareció un carrito de golf adornado con una banderola en el cabo de la flexible antena de radio.

El inspector Morales se acomodó al lado del conductor, tan silencioso como todos los demás. Hasta ahora sólo el agente Smith, sentado atrás, le había dirigido unas cuantas palabras, las precisas. Las únicas voces eran las que resonaban, urgidas y embulladas, en el aparato de radio instalado debajo del timón.

La mansión de ventanales defendidos por parasoles a rayas verdes y blancas, que se alzaba entre palmeras reales en una terraza elevada, se abría en dos alas y parecía un hotel de recreo, sólo que desierto de huéspedes. A un lado, dentro de un círculo marcado sobre una plataforma de concreto, reposaba un helicóptero Bell, blanco y azul. El viento que llegaba de la espesa arboleda detrás de la mansión estremecía las aspas sin lograr moverlas.

Un mayordomo, vestido como el padrino de una boda, lo guió por una galería desde la que se podía ver un jardín entre cuyos macizos se abría un sendero de lajas, y llegados a una sala discretamente alumbrada lo dejó solo. Los sofás, que olían de lejos a cuero vacuno, rodeaban una imponente mesa de vidrio cargada de libros de arte. El inspector Morales se arrellanó en uno de los sofás, tan mullido que le dieron ganas de no volver a levantarse de allí.

En los cuatro costados de las paredes colgaban cuadros de enorme formato. Eran ojos. Solos o en pares. Unos muy abiertos, como si mostraran asombro, otros que miraban alertas, como si escrutaran al visitante y fueran capaces de seguir sus pasos; y en el que tenía de frente, uno de los dos ojos se cerraba en un guiño pícaro. Todos en negro sobre fondo blanco, trabajados al detalle, tanto que podrían tomarse por fotografías. Pero había uno que vertía una lágrima roja, la única nota de color en todo el conjunto.

Detrás de una puerta corrediza de vidrio, un camarero de chaqueta roja, corbatín y guantes blancos arreglaba la mesa del desayuno dispuesta para dos personas. Sus pasos no se oían, y tampoco las piezas de la vajilla ni los cubiertos producían ningún ruido al ser colocados.

El reino de los ricos es el silencio, pensó, las manos apoyadas en el pomo del bastón. Le gustó. Eran reflexiones que debía anotar en su cuaderno escolar, pero cuando intentaba hacerlo ya las había olvidado. Además, ¿de qué iban a servirle?

Lord Dixon le habría dicho que hacía muy mal con su descuido. Un filósofo de la vida debe echar siempre mano del lapicero porque no tiene derecho a que sus pensamientos se desperdicien. De lo contrario se convierte en un pensador inofensivo, como un león que ha perdido los colmillos, y no hay cosa peor que un león obligado a régimen vegetariano.

¿Por dónde andaría vagando Lord Dixon? Era impredecible en sus horas de aparecer.

Y ya caía en una especie de ensoñación cuando el golpe lejano de una puerta, y luego otra, y otra más, ahora a sus espaldas, lo hizo incorporarse, en lucha con el estorbo de la prótesis y la impedimenta de su barriga; pero para eso estaba el bastón.

Miguel Soto Colmenares apareció frente a él, descalzo y metido en un buzo de algodón basto. Se secaba de manera enérgica con una toalla el rostro bañado en sudor, y cuando le extendió la mano, una mano grande, húmeda y cálida, sintió el olor a fermentación de su cuerpo, a toxinas liberadas. Por lo que se veía, se ejercitaba todas las mañanas antes del desayuno. Carrera en la banda continua, spinning, remo, a lo mejor pesas, como sus guardianes forzudos.

—¿Le gustan los cuadros? —le preguntó, señalando las paredes con un ademán descuidado—. Son de Abularach, un guatemalteco genial. Le compré un lote importante en Nueva York. Pinta también corridas de toros, pero lo que a mí me gusta son los ojos.

No había visto a Soto más que en los periódicos y en la televisión. Y las imágenes suyas que le venían a la memoria no eran las más recientes, sino las del tiempo en que su primer banco, el Agribank, fue declarado en quiebra, unos quince años atrás. Todo el mundo pensó entonces que su buena estrella se había apagado.

Su voz era gruesa y tersa, y sus modales sencillos y cordiales. Ellos, pensó, además de dueños del silencio pueden ser dueños de la humildad, que no es sino una arrogancia encubierta. No les cuesta ser campechanos, porque no se desprenden de nada, igual que los cheques donados a las instituciones benéficas, que descuentan de los impuestos. Tampoco esa reflexión iría a su cuaderno.

Se sentaron, y el anfitrión, olvidándose de los ojos que seguían mirándolos desde todos lados, le preguntó con halagador interés por su madre, que ya estaba muerta hacía años, y por su esposa, que no tenía, como si fueran viejas conocidas suyas. El inspector Morales le respondió que estaban muy bien de salud. Lo más seguro es que si le hubiera dicho la verdad, no se habría inmutado.

Esbelto y saludable a sus casi setenta años, la piel tostada, el cabello blanco sedoso, no dejaba de tener algo de tosco e inseguro. Aunque casado con una mujer de apellido aristocrático, había surgido desde abajo, un campesino de los valles remotos encerrados en las montañas de Jinotega, en el norte de Nicaragua, donde los colonos europeos, empobrecidos, habían formado familias endogámicas sin mezclarse nunca con indígenas ni mestizos.

Le recordaba a Gianni Agnelli, el difunto magnate de la Fiat. ¿Dónde había visto alguna vez a Agnelli como para hacer comparaciones? En un programa del History Channel. Se lanzaba desnudo a las aguas del Adriático desde la borda del Agneta, su yate, la piel más blanca que el resto del cuerpo en las nalgas y alrededor de las ingles; y antes del clavado, en los instantes que duraba la toma, lo más visible era el tamaño de su órgano viril, como habría dicho su abuela Catalina, que hablaba siempre en circunloquios.

—Avergüéncese de esos pensamientos lascivos que ponen en duda su hombría —oyó decir a Lord Dixon en el momento en que se levantaba, porque había llegado la hora de pasar a la mesa.

— ¿Adónde te habías metido? —le preguntó.

—Vengo de rodear la tierra y andar por ella —respondió Lord Dixon.

El mayordomo abrió la puerta corrediza y les dio paso. Retiró con toda parsimonia la silla de Agnelli, y después de acomodar al inspector Morales le quitó el bastón. Hubiera sido capaz de despojarlo también del cartapacio si no lo protege con un movimiento instintivo. Entonces entró el camarero que había dispuesto la mesa, y les entregó el menú.

—Como en los restaurantes —dijo Lord Dixon.

Un menú de gruesa cartulina de lino, del tamaño de un folio, impreso en letra de carta, la fecha del presente día al pie. Agnelli lo consultaba sin dejar de darse toques con la toalla en el cuello y en la frente.

—Pregúntele si cuando desayuna solo también le imprimen un menú —dijo Lord Dixon.

El mesero trajo de inmediato jugo de naranjas recién exprimidas para los dos. El inspector Morales escogió el plato de frutas tropicales, y Agnelli la media grapefruit rosada. Luego venía la lista de los huevos:

Œufs pochés

Omelette aux fines herbes

Ham and eggs American style

Huevos rancheros a la diabla.

El café también estaba descrito en el menú: Maragojipe, cosecha 2010, selección orgánica, hacienda La Cumbancha, Jinotega.

Agnelli ordenó huevos pochés y devolvió la cartulina con displicencia. Era obvio que siempre pedía lo mismo. El inspector Morales, alejándose de toda complicación con los idiomas, y ya el hambre alborotada, pidió los huevos rancheros a la diabla, en lo que fracasó. En un gran plato, cálido al tacto, le trajeron dos huevos fritos adornados de una ramita de perejil, y una pequeña fuente de salsa sin trazas de chile. Eso era todo, además de unas rodajas de pan oscuro. Y los de Agnelli no eran más que unos huevos pasados por agua sobre una cama de espárragos.

—El dinero no les sirve para darse los gustos de cualquier cristiano —dijo Lord Dixon—: sudan en el gimnasio y no comen más que migajas; así creen retrasar la muerte. Cortesía mía para su cuaderno de anotaciones filosóficas, inspector.

Agnelli iba saltando con locuacidad de un tema a otro en los deportes. Daba por seguro que Román Chocolatito González ganaría por nocaut su cuarto título como campeón supermosca en la pelea ya pactada contra el mexicano Carlos Cuadras, y que Cheslor Cuthbert, el costeñito de Corn Island, se quedaría como tercera base titular de los Royal de Kansas City, destronando a Mike Moustakas.

Entre tanto, la pregunta que se hacía el inspector Morales, sonriendo a veces por cortesía y echando mano a la servilleta almidonada porque la yema de los huevos, demasiado líquida, tendía a resbalar por su barbilla, venía a ser: ¿por qué la invitación a aquel desayuno? ¿Qué quería Soto de él? ¿Por qué no soltaba prenda?

—Estoy al tanto de aquella actuación suya en el caso del rendez-vous de los narcos en la finca del Mombacho, en sus tiempos de agente antidrogas —dijo Agnelli de pronto, colocando sobre el mantel las manos rudas, aunque de uñas bien pulidas, como para que su huésped pasara revisión de ellas.

—Rendez-vous quiere decir un encuentro, una cita —le susurró Lord Dixon.

Lo que había venido luego de la captura de los jefes narcos los periódicos lo bautizaron como «la masacre de Herodes», pues los responsables de la operación fueron descabezados cual tiernas criaturas de pecho. 

*Fragmento de la novela “Ya nadie llora por mí”, de Sergio Ramírez (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.