Por Alejo Carpentier*

 

Poco  se ha hablado de Mauricio Maeterlinck en el transcurso de los últimos treinta años. Su misma muerte, acaecida en 1949, no fue acontecimiento que promoviera grandes comentarios. Este año, sin embargo, con motivo de la próxima conmemoración del primer centenario del nacimiento del poeta, su apellido, de muy flamenca resonancia, habrá de reactualizar un tanto—después de haber sido, durante muchísimo tiempo, un tema de constante actualidad… Porque no debe olvidarse que si los acontecimientos contemporáneos apartaron las mentes de una obra que demasiado derivó, a partir de un momento, hacia la especulación de tipo ocultista, el teatro de Maeterlinck, en cambio (independientemente de la perenne lozanía de El pájaro azul), si bien se representa poco, sigue marcando, para la historia literaria, las cimas del simbolismo dramático.

Claro está que Claudio Debussy, al escribir su única gran partitura lírica sobre el texto Peleas y Melisanda contribuyó, en mucho, al conocimiento de ese teatro. También Paul Dukas, con Ariana y Barba Azul, y Henry Fevrier, con Monna Vanna, laboraron para una mayor gloria del poeta belga. Pero el hecho de que tres de sus dramas pasaran, en pocos años, al dominio del teatro lírico, nos demuestra que mucho  atraían la atención a las gentes… Nacido en la época de liquidación del “naturalismo” literario, esos dramas se situaban en un terreno totalmente opuesto. Donde los “naturalistas” habían movido sus personajes arrabaleros, triviales, mediocres o malvados (los de Naná, de Teresa Raquin, de La ramera Elisa…) Maeterlinck colocaba princesas misteriosas y frágiles, febriles y estremecidas, siempre acechadas por la muerta y dotadas de nombres imaginarios, singulares, algo medievales por la sonoridad: Malena, Ugliana, Aladin—con sus contextos masculinos e infantiles de Arkel. Palomides, Inioldo, Tintagiles, Mitil y Titil. (Un humorista de otros años se entretuvo,  alguna vez, en hacer caricaturas verbales de esos nombres, escribiendo una tragedia incruenta cuyos héroes se llamaban “la princesa Hemicránea y el príncipe Calmantino). Además, para gran asombro de algunos espectadores de fines del siglo pasado, estaba el diálogo de insólito del poeta belga: diálogo siempre indirecto, donde las respuestas nunca venían a satisfacer una pregunta; dialogo donde las palabras respondían a menudo a monólogos distintos, llevados paralelamente. Por lo demás, en el drama maeterlinckiano, nadie sabe de dónde procede ni a dónde va . Nunca sabrá Golaud lo que ha ocurrido en la existencia de Melisenda antes de que, extraviado en una selva, la encontrara llorando a la orilla de una fuente, como nunca podrá arrancarle, en el lecho de la muerte, la confesión de una falta que acaso no se cometió. Antiteatral, el teatro de Maeterlinck, tal vez por lo mismo, ejerció una extraña fascinación sobre ciertos públicos…Pero lo cierto es que el propio poeta, convidado en 1939 a una representación de Peleas y Melisanda (sin la música de Debussy, por supuesto) se mostró tremendamente defraudado por su propia obra, al cabo de un prolongado olvido, viéndola como la creación de otro, la halló cándida, demasiado verbal, a la vez ingenua y obscura, limpia en su contenido pero harto sentimentaloide en la expresión. Y lo menos que puede decirse es que nunca resultó más atinada una autocrítica. Sin embargo, con todos sus defectos evidentes y reconocidos, Maeterlinck creó un teatro que nunca especuló la indignidad humana. Sus piezas podían ser ingenuas, pero siempre eran nobles en sus intenciones y elevadas en su empeño de mostrar lo que, en el ser humano, podía tomarse como una obscura y universal intuición  de lo trascendental.

En cuanto al hombre, Mauricio Maeterlinck tuvo todas las deformaciones y características— a veces pintorescas— de muchos grandes escritores y artistas del Novecientos. Menos “monstruo sagrado”  que Gabriel Dannunzio, menos posesionado de su “genio” que Rostand, cultivó sin embargo una actitud vistosamente esteticista. Amaba las abadías medievales con un fervor que dio fama mundial a la de Saint-Wandrille—santo sajón cuyo mismo nombre lo hacia digno de figurar en alguna escena de Aladina y Palomides o La Muerte de Tinitagiles.  Acaso no le fue enteramente desagradable el escandalo armado, en un momento, por sus amores simultáneos con Georgette Leblanc y Renée Dahon—, quienes compartían los fervores del poeta con la más asombrosa tolerancia mutua… Después de la guerra de 1914-18, que tantos terrenos delimitó, abriendo paso a una nueva pintura, una nueva música, una nueva poesía, Maeterlinck, sintiendo acaso que su momento había pasado, no desdeñó los buenos oficios de una publicidad que tenía la prensa mundial al tanto de sus viajes, traslados, giras de conferencias y temporadas de descanso en la Costa Azul —donde este hombre de la neblinosa Gantes se encontraba más a gusto que en otros lugares de Europa.

Con todos sus defectos, la obra de Maeterlinck creó una atmósfera, una imaginaria— algo como un wageriano a la inversa—, donde las pausas y el tono menor substituyeron el estrépito de los cobres. Su mundo poético, arquetípico del Simbolismo, ocupa un cierto lugar en la literatura moderna. Bien merecida se tiene el poeta, por lo tanto, una conmemoración del centenario de su nacimiento.       

*Texto publicado el 25 abril de 1962 en el suplemento La Cultura en México #10.