Carlos Santibáñez Andonegui

Naturaleza americana y denuncia social, convergen en los cuentos de Daniel Baruc en Música de Salamandras (Premio Letras de Ultramar, Cuento, 2016), amalgama ferozmente expresada, que en un enclave aun más universal, responde a esa clase de astuto matrimonio entre cuento y poesía.

El poeta Daniel Baruc, nacido en Sánchez (Samaná) en 1962, y que reside en México hace casi veinte años, ha hecho suyo ese enclave en: Espejos del sur (2005), Cuentos para dormir demonios (2007), Máscaras, salamandras y unicornios (2014) y Cuadernos del Enjambre y del Espejo (2015), entre otros.

Desde la perspectiva del relato bien dibujado, estos cuentos se dejan querer, a pesar de introducir en situaciones como el tráfico de órganos o el crimen a sueldo; conducen al lector por las intensidades del medio tropical, en donde luz, color y pasiones que afluyen con urgencia, son gratas coordenadas del don de cautivar.

El animal es parte insustituible de la acción, es el tópico de la naturaleza y sus formas como agentes protagónicos de nuestra América, aunado a la denuncia social: un protagonismo no desplaza al otro (en vano ponerlos en competencia). Duelo de protagonismos entre animal y humano: la yegua Nirvana enferma gravemente, parecía que iba a morir pero se recupera y su dueño Ruperto la monta orgulloso, sin embargo, su esposa Catalina le dispara sorpresivamente un tiro al pecho, un tiro equivocado porque a quien quiere matar es a la yegua, celosa del cariño que su marido guarda al animal. Otro tiro equivocado: el que mata a Lucrecia, la esposa del detective Scott, quien se aparta a tiempo y el tiro se incrusta en el pecho de ella. Al operativo para detectar al sicario que había dado la orden de ultimarlo, Scott y sus hombres denominan: “Cazar a la serpiente”. Mas la serpiente, como lo dice el título, se vuelve “una serpiente de gran colorido”: también aquí el cazador es cazado y quien podrá matarlo de un momento a otro es quien menos parece, el encargado de cuidar su salud: su médico. Animal que se vuelve reminiscencia en sobrenombre de personas como el ratón, un tío casi invisible que acaba por privar de la vida al sobrino, que estorba sus planes al pertenecer a la banda de, precisamente, “las Luciérnagas”.

Desde lo humano desgarrador como la espera (Lucila), hasta el dolor abruptamente prodigado (“mientras yo la besaba… me pinchó con una aguja a nivel del hombro”) el lenguaje esconde su carga protagónica y la ejerce en los nombres como “la luz”, que era sólo una extraña aparición que engaña al personaje Anatolio cuando toma el camino que da a la barra, “donde el río, la laguna y el mar se juntan y decían que por allí se paseaban las ánimas en pena de los que se habían ahogado”. A “la luz” la confunde con un regalo que su hermano le estaba trayendo en ese momento después de largo tiempo de ausencia “una planta eléctrica comprada en Estados Unidos a base de sus ahorros” a fin de iluminar la estancia solitaria del hermano que se había quedado a vivir solo en mitad del monte.

Hay relatos que caen entre la vida y la muerte, donde el reinado de una se confunde en el reinado de otra, y no sabemos si “la reina”, conseguirá salvar su reinado, o lo perderá al estar siendo enterrada viva con su última pareja, o si habrá de volver a Punta Cana quien víctima de la trampa de otra reina (una viuda negra) ve por última vez, en su verde esmeralda, al mar Caribe.

A veces, la brevedad pule al relato. Se trata de dejar al desnudo un significado que brille. El caso del hombre que va por el jardín buscando su gato, mas una boa escapada del circo se le abalanza y lo traga a él. Hay la imagen brevísima que entiende o desentiende, compone o descompone, como la que infunde su tímida luminosidad a la niña Delia cuando ha sido violada, o el veneno en un pastel de cumpleaños que dará a Micaela la felicidad de quedarse con todo lo que el usurero guardaba en su escondite.

De las funciones propias del lenguaje, el refrán (por algo síncopa de: referirán): “perico viejo no aprende a hablar”, lo poético en giros como: “Toda mi piel se volvió ojo”; “¿Qué si Sánchez no es un pueblo? ¿Usted cree que no?”, cuestiones como: “¿lo viste con esos ojos que se ha de comer la tierra?”, descripciones como de templo arruinado: “La iglesia era un galpón de bancas viejas donde un Cristo muy viejo miraba a todos con cara de resignación”.

Se han perdido en la crítica categoremas de identificación. Carta de identidad del cuento es lo inesperado, la sorpresa que late en la maleza del fragor social, entre espinos que ahogan la semilla como en la parábola del sembrador. Es la herida, la “Oscura sinfonía”, el trágico regalo de niña que camina sobre una cuerda floja entre la niebla y la luz. Es la herida del cuento, el cuentista que suele estar adentro de las cosas, y más que las cosas, los orígenes de las cosas. El verde del jardín que con su muerte, autoriza el abuelo.

La perspectiva se relaciona con tener algo qué decir y sobre todo, un para qué, que se asoma aun sin decirlo, sino apenas tocando lo sucedido. Dar a lo narrado cierta dirección y no dejarlo caer a los lados. Fiera cual la leyenda de que niños haitianos invitan a sus casas a los dominicanos, pero estando allí, “sus papás los atrapan, los matan y toda la familia come sancocho de niño”.

Es América que vive “en perpetuo trance de descubrimiento, en permanente contradicción con nosotros mismos”, (Lizarazo) la América latina que Baruc interpreta en su agitada Música de salamandras.

Daniel Baruc Espinal Rivera, Música de salamandras (Premio “Letras de Ultramar” de Cuento 2016), Editora Nacional, República Dominicana, 2017.