El reconocimiento es el único
tesoro de los humildes.
Shakespeare

Como un acto de reconocimiento a la “buena voluntad” del piloto aviador Charles Lindbergh, el Cabildo del Ayuntamiento de la Ciudad de México, en su sesión del 10 de enero de 1928, a propuesta de varios regidores, determinó: “que en virtud de los beneficios que reporta a nuestra república el vuelo sin escalas de Washington a la Ciudad de México, realizado recientemente por dicho aviador, se aprueba poner su nombre al nuevo teatro al aire libre que actualmente se construye en el fraccionamiento del Hipódromo de la Condesa”.

Con tal acuerdo se define el nombre del espacio monumental diseñado por los arquitectos Javier Stávoli y Leonardo Noriega, ornamentado por el pintor Roberto Montenegro, cuya impronta en la arquitectura urbana seguirá siendo ejemplo en nuestra gentrificada ciudad como paradigma de un desarrollo urbano armónico y equilibrado.

La decisión de enaltecer al piloto estadounidense se sumó a la decisión de honrar la memoria del general José de San Martí, forjador de la independencia argentina, acto sugerido por el cuerpo diplomático mexicano al presidente Calles para agradecer la intervención del gobierno del país austral en referidos diferendos con los gobiernos estadounidenses.

Por ello, la propuesta de imponer el nombre de Lindbergh al espacio público más moderno de la capital no pareció descabellado al presidente municipal de la Ciudad de México, Arturo de Saracho, ya que, a instancias del embajador Dwight W. Morrow, el piloto realizó, el 14 de diciembre de 1927, el vuelo sin escalas entre la capital de Estados Unidos y la de la república mexicana, para rubricar así la amistad entre ambos países.

Seguramente, en alguno de sus subsecuentes viajes al país, Lindbergh pudo apreciar la belleza de un foro que muy pronto se convirtió en un referente urbano de la ciudad, concebido como una gran isleta cultural en medio de un cuidadoso jardín rodeado de cascadas, fuentes y puentes; hoy el Parque México sigue cautivando a sus visitantes, y a muchos de nosotros nos continúa instruyendo en la concepción de una ciudad educadora, una ciudad cuyos gobiernos pensaban en explicarle a la gente el uso de los espacios públicos, como lo constatan las placas estratégicamente ubicadas en los prados, para recordarnos las reglas básicas de urbanidad.

Este nonagenario hito urbano no ha estado exento de la especulación: recordamos muy bien cómo, a principios de los años noventa del pasado siglo, se pretendió construir en sus cimientos un estacionamiento subterráneo, proyecto que articuló por vez primera un sólido movimiento vecinal opositor, el que dio origen a la asociación de Amigos de los Parques México y España, cuyo objetivo fundamental estriba en defender contra la especulación urbana estos espacios de recreo y ocio ciudadano.

Parafraseando a Shakespeare, el reconocimiento a esas defensas épicas son el tesoro que les corresponde a esos vecinos que, en su tiempo, las emprendieron con convicción.