A juicio del reconocido tratadista italiano Giorgio Agamben, el estado de excepción se ha convertido en la forma permanente y paradigmática de gobierno. El ejemplo máximo de esta patología política está reflejado en el Decreto para la Protección del Pueblo y del Estado, emitido por Hitler el 28 de febrero de 1933 con el fin de suspender indefinidamente diversas garantías previstas en la Constitución de Weimar. Literalmente, ahí se asentó lo siguiente: “Esto permite la imposición de algunas restricciones en la libertad personal, en el derecho a expresar libre opinión, en la libertad de prensa y asociación, así como en el derecho de reunión; permite restricciones en el secreto del correo y los demás sistemas de telecomunicaciones, en las órdenes de registro domiciliario y en el derecho a la propiedad”.

Una situación parecida emergerá a raíz de la entrada en vigor de la nefanda Ley de Seguridad Interior pues el estado de excepción en el que estamos inmersos desde fines de 2006 se volverá permanente. Ello fue posible gracias a un grupo de legisladores que, haciendo alarde de una desvergüenza galopante, desoyeron las fundadas críticas y sugerencias constructivas hechas por la ONU, entre otros actores relevantes, a través del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, dos comités, cinco relatores especiales y los expertos de dos grupos de trabajo.

El Ejecutivo federal tuvo en sus manos la posibilidad de dar marcha atrás a ese engendro jurídico y político, sin embargo, no lo hizo; esto es, Peña Nieto se abstuvo de ejercer el derecho de veto consagrado en el artículo 72, inciso b, de la carta magna, según el cual el presidente puede hacer observaciones a los proyectos de ley que le remita el Congreso. A efecto de justificar el no ejercicio de dicha potestad, adujo que el análisis de la constitucionalidad de tal instrumento legislativo le corresponde a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y que en tanto ello sucede no emitirá ninguna declaratoria de afectación a la seguridad interior.

El argumento en cuestión de ninguna manera concuerda con la naturaleza y los objetivos inherentes a la figura del veto presidencial, lo que se pone de relieve con la calificada opinión doctrinaria del insigne jurista Jorge Carpizo, quien al respecto señala que uno de los fines del veto es “evitar la precipitación en el proceso legislativo, tratándose de impedir la aprobación de leyes inconvenientes o que tengan vicios constitucionales”.

Así pues, al negarse a vetar la Ley de Seguridad Interior el ocupante de Los Pinos abdicó de su responsabilidad gubernamental, incumplió la protesta de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen que hizo en su toma de posesión, e igualmente propició el surgimiento de un hecho internacionalmente ilícito que conllevará una responsabilidad supranacional a cargo del Estado mexicano.

Ese caudal de agravios será la materia prima de los procedimientos que en su momento habrán de desahogarse ante las instancias internacionales. Al tiempo.