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Uno de los acontecimientos editoriales de 2017 es la publicación de Poesía reunida en dos volúmenes de Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 20 de junio de 1946). Su obra es una de las más iluminadoras de la poesía mexicana contemporánea. La originalidad está en la contundencia de cuánto dice más allá de las formas y estructuras que utilice. Continúa con la tradición poética del desconsuelo, la condena, el desastre, la soledad, el flagelo del desamor, el vacío; la degradación de la naturaleza; la violencia y la proclividad farsante de la humanidad —respectivamente— señorean e imperan. Su primer libro data de 1974: Gritar es cosa de mudos.

La poesía de Hernández se alimenta de la historia, las artes plásticas, la música y utiliza —desde el estilo— la biografía como proyección narrativa; es natural que muchas veces se manifiestan con la economía de medios del dibujante de palomas que se llamó Pablo Ruiz Picasso o el resplandor en la minucia de retratistas decimonónicos como John Singer Sargent y Mary Cassat.

Encontró un cuento

Por supuesto que los rostros que nos deja el autor de Moneda de tres caras parte de una visión, sobre todo anímica, de los personajes de los cuales nos deja desde viñetas como la imagen postrera a César Vallejo [“César Vallejo agoniza en la Clinique Générale de Chirurgie (95 Boulevard Arago)”]; las fugaces visiones sonoras en “Sviatoslav Richter (1915-1997)”, “Música de Mahler”; o los fragmentarios retratos a Francis Bacon, Balthus, Francisco Toledo, Ricardo Martínez o Rodolfo Nieto; los barroquísimos retratos sobre el milagroso cubano José Lezama Lima en siete flashazos .

Casi no hay narradores que no hayan querido incursionar en la poesía; los poetas, es cierto, también llegaron a escribir cuentos, aun novelas. El autor de Mi vida con la perra ha dicho que mientras ordenaba documentos y borradores encontró un cuento titulado “Flores marchitas” que data de la infancia; acepta que se declara incapaz de escribir una novela, “pero sí puedo leer un libro con un sostén narrativo en lo absoluto”.

Este es uno de los rasgos distintivos de la poesía de Francisco Hernández: imbricar la narración a la poesía; claro sería ingenuo leerla como un cuento o una novela; menos aún desde la literalidad. Hay un trastocamiento del uso y propósitos de la sintaxis convencional; leemos, aun así, y —sobre todo— escuchamos descripciones conversacionales desde el monólogo de la primera persona y el dialogo, implícito, de la segunda persona.

El primer volumen de Poesía reunida, con estudio introductorio de Christian Peña, abarca once libros; claro, Moneda de tres caras (1994) —que se hizo merecedor del Premio Xavier Villaurrutia— incluye tres poemarios: Habla Scardanelli (trasunto de Hölderling), De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios (1992) y Cuaderno de Borneo. Últimas páginas de Georg Trakl (1994).

Los temas que se respiran con mayor penetración son la naturaleza, el desequilibrio mental de los personajes, la sordidez emocional de la humanidad, la imposibilidad de un orden. Más allá de la ponderación de la racionalidad, muchas veces balbuceante, porque las perspectivas de discernimiento por más sesudas que parezcan, en realidad son anodinas y pacatas. Predominan el deseo en singular y con las pluralizaciones factibles, y se agita entre el instinto y la codicia; y el irrefrenable deseo sexual que lleva al desastre, sombreado de la mandrágora del poder.

Como tarjeta de presentación de la sobrevivencia en los tiempos de la sobrexplotación, el delirio —entre la espiral onírica y la demencia— adquiere temple en la fragua del poeta que funge como demiurgo de la abigarrada galería de sus personajes. Los retratos que delinea parten de la luminosidad interpretativa de su mirada, asistida por “la loca de la casa”: la imaginación concebida —más allá de la imaginación— como dote de la inteligencia creadora; es el flujo de imágenes y pensamientos, partiendo, claro, de Santa Teresa de Jesús.

Francisco Hernández es un poeta con una imaginación desbordada; la refrena, la domeña y la vuelve asible, visible y escuchable para el lector.

Vínculo con la vida cotidiana

El trastocamiento de las convenciones del habla y la escritura, en sus funciones pragmáticas, para el poeta veracruzano no es la mera alteración de la sintaxis, es el acuñamiento de la fantasía, el temple de las sensaciones (que con pasmosa facilidad nos engañamos en designar como sentimientos) y la aprehensión de la desdicha.

Si hubiese una poética del desastre, del desdén, del abandono —eso sí con una ironía tan disfrutable como corrosiva—, entre nuestros poetas, Eduardo Lizalde y Francisco Hernández serían egregios representantes.

Uno de los rasgos que vuelven entrañable, gozable, estrujante, la obra del poeta —que durante veintinueve años laboró como escritor de publicidad— es su vínculo con la vida cotidiana; oculta el bagaje de tradiciones en el que se asienta su discurso; no le importa la erudición como apariencia.

Se preocupa por el artificio —desde el dominio de las formas—, proyecta versos rimados y poemas asonantes legibles como fluidas narraciones que van de la probable conversación en tertulia y llegan al flujo de la conciencia —pasando por las interrogantes sobre el sinsentido de la existencia—, cuya puntuación proviene del ritmo de la prosificación y la sintaxis, legible para el lector como reproducción del habla cotidiana, incluso, con los tópicos que apremian y gratifican el paso de los terrenos por este mundo.

Hay una pluralidad de temas subyacentes, más allá de la vida, el amor y la muerte, que estimulan al poeta y, por extensión, al lector; a saber: la relación del artista con el mundo; el drama inherente en los genios; la belleza elemental del arte y la posibilidad de que transforme nuestra existencia de ropajes como el prestigio; el estatus, sin más poder que el de la inteligencia y la intuición.

Francisco Hernández nos sitúa en la misma escalinata de la existencia de convulsos temperamentos y genios modélicos (como Schumann, Mozart y Kafka), y a personajes (inventados a partir de la lectura de alguna publicidad leída en una barda ignota) y que adquieren con sólo dirigirse a ellos epistolarmente, individualidad enigmática, como Bélgica Cisneros (“Cinco cartas urgentes a Bélgica Cisneros” en Última voluntad (1996). Es revelador que el discurso exterior del autor de Diario sin fechas de Charles B. Waite destaque la apariencia de los géneros, integrados dentro de las literaturas del Yo.

 Francisco Hernández, En grado de tentativaPoesía reunida, vol. I, FCE-Almadía, México, 2016.