El narrador uruguayo Horacio Quiroga se obsesionó con la muerte. Vivió varios decesos, entre ellos el suicidio de su padrastro, y él mismo terminó suicidándose al enterarse de su cáncer. Tenía talento para aterrar. Hay tres antecedentes literarios: E.T.A Hoffmann, autor de Los elíxires del diablo; Edgar Allan Poe, a quien Quiroga menciona en su decálogo del cuentista, y Guy de Maupassant. El uruguayo escribió relatos sobre la selva e incluso llegó a afirmar que La vorágine, de Rivera, era la obra más importante del continente. Para no divagar en toda su obra, me centraré en dos cuentos emblemáticos que, para mí, están más allá del gusto: “La gallina degollada”, sobre la desintegración y destrucción de una familia, y “El almohadón de plumas”, sobre la infelicidad y desintegración de una mujer ilusa y débil. En ambos se derrumba la institución matrimonial; en ambos hay violencia sicológica, verbal y física; en ambos hay influjo del naturalismo de Zola; los dos son obras maestras por su economía de recursos, descripciones y verosimilitud de personajes y situaciones.

En “El almohadón de plumas”, la luna de miel de Jordán y Alicia “fue un largo escalofrío”. El varón es reservado y duro; ella, ingenua, tímida, necesita protección: es femme fragile. Al necesitar protección, se coloca en una situación vulnerable respecto del hombre duro. El lector se intriga cuando ella adelgaza, se enferma y no puede ya levantarse. La tensión se acumula por la incertidumbre en torno a la enfermedad. Alicia tiene alucinaciones; aparece el horror. La mujer débil pierde el modo de comunicarse, lo que aumenta la ambigüedad sobre su mal. El vocablo “almohadón” aparece cuando se dice que ella no quiso que le tocaran la cama. El desenlace es inesperado, pero hay una anticipación en el título, y las manchas de sangre en el almohadón son más terroríficas que las burdas cubetas de “sangre” en las películas efectistas. Quiroga logra aterrorizar con unas cuantas manchas, y por supuesto, con la tensión acumulada. No contaré el final, aunque sea un cuento conocido. Hay todo un mundo en pocas páginas.

En “La gallina degollada”, el narrador advierte que los cuatro hijos del matrimonio Mazzini-Ferraz padecen idiotismo, un tipo de demencia. Aquí se pone en cuestión el concepto de ser humano, que se animaliza; se cuestionan las expectativas sociales y la vida en comunidad. Los hermanos se ríen, miran el sol o zumban como tranvías. Una imagen extraordinaria aparece cuando los idiotas empapan sus pantalones de “glutinosa saliva”. Nada tiene que explicarse: el mismo sonido es nauseabundo. Un detalle fundamental: los niños carecen del cuidado materno y se hallan “abandonados de toda remota caricia”, pese a que antes fueron el “encanto de sus padres”. En retrospectiva, se introduce una posición a favor del embarazo: dejar atrás el egoísmo “de un mutuo amor sin fin ninguno”, pero se trata de una ironía. La pareja tuvo un hijo, pero sufrió un daño cerebral que intentan explicar, sea por el lado materno o paterno. La pareja tiene otro hijo y también mellizos. Ocurre lo mismo: los cuatro son idiotas. En el patetismo, el matrimonio se descompone. Sus niños son “peor que animales”: no saben deglutir, ni cambiar de sitio ni sentarse. Aprendieron a caminar, pero chocan. Un detalle esencial: poseen la facultad imitativa, como los monos. La pareja riñe. Hay un proceso de degradación. Luego nació la niña y todo fue mejor. Los padres se olvidaron de los otros, pero pasa el tiempo y cometen un error: le ordenan a la sirvienta matar a una gallina. Los idiotas lo ven. Es obvio que cuando se quedan solos con su hermana, traten de imitar lo que vieron, ya que sólo desarrollaron bien la facultad imitativa. El narrador recurre a la animalización: “gula bestial” que “iba cambiando cada línea de sus rostros”. No es necesario recordar el final. Sólo subrayo la concisión e intensidad de un narrador portentoso, excepcional de nuestras letras, que en 2017 cumplió 80 años de muerto.