Jerusalén será capital de Israel. Al menos eso es lo que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dijo que haría en cumplimiento de una promesa de campaña. Hace unos días el magnate neoyorquino anunció su intención de trasladar la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén. Apenas lo mencionó, el mundo se sacudió ante esta declaración que es considerada como un desatino que podría crear más conflictos que una solución a un añejo problema regional.

El embajador de Palestina en México, Mohammed A. I. Saadat, calificó la declaración de Trump como un acto unilateral que viola las resoluciones de la ONU, las cuales exigen una solución internacional a la crisis palestino-israelí. El diplomático también señaló que la medida muestra a Estados Unidos y, sobre todo a Trump, como un mediador poco confiable que no ha dudado en tratar la crisis regional como una mercancía para liquidar un compromiso personal.

Por otra parte, José Hamra Sasson, analista en asuntos de Oriente Medio, señaló que el reconocimiento de Trump invisibiliza la ocupación israelí de Jerusalén oriental y, por tanto, la legitima. El también maestro en ciencia política por la Mc Gill University y doctorante en “17, Instituto de Estudios Críticos”, agregó que esta situación ha creado una alerta regional ante una medida que parece más bien impulsada por fuerzas de orden fascistas que se suponían disminuidas. También exhibe la incapacidad de Estados Unidos por mantener posiciones como potencia en la región de Oriente Medio, y demuestra que Trump no tiene ni la más remota idea de lo que hace. Esta es la entrevista que ambos expertos concedieron a Siempre! en torno a este controvertido tema.

Una propuesta nula: Mohammed A. I. Saadat

¿Cuál es su reacción respecto a la intención de Donald Trump de trasladar la embajada de Estados Unidos a Jerusalén?

Esta decisión del presidente Trump es unilateral, viola las resoluciones de las Naciones Unidas sobre Jerusalén, como la 478 y la 2334 que son claras respecto al tema de Jerusalén, entre muchas otras más. Lo que está haciendo Trump es violar estas resoluciones y lo muestra sumamente irresponsable. Para nosotros es nula.

Esto simplemente no va a cambiar el hecho de que Jerusalén es un territorio ocupado. En nuestros derechos se trata de una verdad jurídica que, además, está garantizada por medidas internacionales.

Se trata también de una violación a la Carta de las Naciones Unidas, en la cual el mismo Estados Unidos se comprometió en 1993 a no reconocer a Jerusalén como capital de Israel. La decisión de Trump muestra a Estados Unidos como un mediador que no es neutral porque prácticamente están premiando a la comunidad judía con la colonización y está anulando la ley nacional. Es un gran golpe para la Carta de las Naciones Unidas y para los principios de la negociación.

En consecuencia, ha causado revuelo tanto a escala nacional como internacional. Esta actitud de Trump es muy peligrosa porque está en contra de los asentamientos de miles de millones de musulmanes y cristianos alrededor del mundo. Está en contra de la ley internacional y puede abrir el espacio para que otros países también violen la ley internacional. En resumen, es un intento de legitimar la injusticia y legitimar la violación de la ley internacional. Esta es una decisión muy peligrosa y, por lo tanto, es una responsabilidad que todos nosotros debemos frenar.

¿Qué opinión tiene de las reacciones de la comunidad internacional?

Ha causado un gran revuelo. En un momento en que la comunidad internacional estaba tratando de hallar una solución, surge Trump con esta propuesta que, en lugar de contribuir a resolver adecuadamente esta cuestión, más bien está avivando el fuego y violando otra vez la ley internacional para legitimar la injusticia.

Avivar la llama del conflicto

¿Qué repercusiones podría tener la actitud del gobierno estadounidense?

No sabemos hasta qué punto habrá repercusiones. Sin embargo, me atrevo a decir que nosotros, en lugar de hablar de consecuencias, vamos mejor a actuar para tratar de evitarlas. La única manera de hacerlo es que el mismo Trump cancele su decisión y que la comunidad internacional aumente la presión para que Estados Unidos deje a un lado esta posición. Nuestra causa no es una propiedad de un presidente o de un estado para vender o pagar una deuda que él tenga con alguien. Nuestra causa es garantizada en la ley internacional. Nadie más tiene el derecho de actuar de otra manera respecto a nuestra causa pues de trata de los derechos de un pueblo y de sus garantías. No es una mercancía con la que se pueda vender y pagar un compromiso.

José Hamra Sasson.

Es un farsa de Trump: José Hamra Sasson

¿Qué perspectiva tiene la propuesta de Trump respecto de trasladar la embajada de Estados Unidos a Jerusalén?

El anuncio de Trump alude a dos aspectos diferentes, pero, por supuesto, interrelacionados. Por un lado, el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, que se da en un orden simbólico. Por el otro, y presuntamente de forma práctica, el anuncio del traslado de la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén. El primero no cambia en nada lo que sucede desde hace años, Jerusalén es en efecto capital de Israel, aunque no sea reconocida así por ningún país. Abundaremos sobre este punto. El segundo es una farsa más de Trump. De haber optado por “cumplir su promesa de campaña” habría ordenado el traslado inmediato, utilizando las instalaciones del consulado estadounidense en esa ciudad para “convertirla” en embajada.  Sin embargo, firmó la exención a la legislación de 1995 —como lo han hecho todos los presidentes cada seis meses desde Clinton— justificando que iniciaría un proceso de planeación y construcción de largo aliento.

Lo cierto es que ninguno de los dos anuncios transforma la realidad cotidiana, pero sí legitiman la ocupación israelí producto de la guerra de 1967. Este es el punto en el que pondría especial atención y que podemos abordar más adelante.  Antes, revisemos las implicaciones de lo que dijo Trump, básicamente al señalar que su decisión respondía a hacer algo diferente tras más de casi tres décadas de un proceso de paz entre israelíes y palestinos sin resultados fructíferos.

Me parece que ese algo diferente está ausente de lo que expresó al solo tomar en cuenta las inquietudes de una de las partes en el conflicto, es decir, reconocer a Jerusalén como capital de Israel. Algo distinto, un cambio real en la política exterior estadounidense, habría implicado, por ejemplo, reconocer a Jerusalén también como capital de un futuro Estado independiente de Palestina. Eso bajo el supuesto de que la administración Trump asume la postura “tradicional” —desde el gobierno de George W. Bush— de que un acuerdo de paz entre Israel y Palestina se basa en la fórmula de dos Estados, donde el consenso es que la ciudad de Jerusalén se erigiría como una capital compartida de cielos abiertos.

En efecto, las negociaciones de paz no han dado frutos y solo han acentuado la relación asimétrica ente israelíes y palestinos. Esta “medida” de Trump es un acto unilateral, una imposición de fuerza, que solo abonará en profundizar la tragedia que comparten ambos pueblos.  Ante las acciones unilaterales quienes tienden a ganar son los grupos y movimientos más radicales que no reconocen los derechos y anhelos del otro. Corroboran que los espacios de negociación no avanzan los intereses generales que dicen defender.  La unilateralidad es una imposición que disminuye al mínimo los esfuerzos diplomáticos y acaba menguando a las voces moderadas.

Trump acabó en unos cuantos minutos con el consenso sobre el futuro de Jerusalén.  El futuro de esta ciudad es uno de los puntos más sensibles en las negociaciones entre israelíes y palestinos, justamente por el peso simbólico que tiene para ambos actores, pero que además toca sensibilidades más allá de las fronteras de Israel/Palestina.

Jerusalén es la ciudad donde se asientan, dentro de un área de aproximadamente un kilómetro cuadrado, los lugares santos más importantes para el judaísmo y el cristianismo, así como el tercero más importante para el islam.  Aunque Trump alude a este asunto hacia el final de su discurso, no le parecen importar las implicaciones políticas y sociales de su declaración. Decía hace unos momentos que el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel no cambia en nada la realidad.

A final de cuentas, desde 1949 residen ahí los tres poderes del Estado de Israel.  Recordemos que Jerusalén estuvo dividida entre Israel (la parte occidental) y Jordania (la oriental, incluyendo la Ciudad Vieja), desde 1948 hasta 1967, cuando Israel ocupa el sector oriental y reunifica territorialmente la ciudad.  Desde entonces la narrativa israelí habla de una capital indivisible y eterna. Pero más aún, viven en esa realidad más de 300,000 residentes palestinos en Jerusalén oriental bajo ocupación sin gozar de derechos políticos plenos y que sufren una política sistemática de discriminación administrativa y de la amenaza constante de ser expulsados de sus hogares por ultranacionalistas judíos.

El reconocimiento de Trump no da cuenta de la ocupación israelí de Jerusalén oriental, la invisibiliza y, por ende, la legitima, es el punto más importante. La política de des-palestinización viola la ley internacional, además de ser inmoral en todos los sentidos, más aún cuando emana de un régimen democrático. La discusión no es si Jerusalén es o no capital de tal o cual país. El tema central son 50 años de ocupación en Jerusalén oriental y, por ende, en el resto de Cisjordania y el bloqueo actual en la Franja de Gaza. Ocupación que afecta la vida cotidiana de la población palestina y que, además, tiene implicaciones directas sobre la calidad de vida de la población de Israel, incluyendo la calidad de su democracia. Trump avaló esta situación y de ahí el rechazo generalizado, desde los principales aliados de Estados Unidos hasta la mayoría de la población judía estadounidense.

Recordemos que con la resolución 181 aprobada por la Asamblea General de la ONU en noviembre de 1947, la comunidad internacional legalizó la partición de la Palestina del Mandato Británico para dar pie a dos Estados, uno judío y otro árabe, dejando a Jerusalén como un corpus separatum, administrado por la comunidad internacional dando un plazo de 10 años para que las partes llegaran a una solución definitiva.

El plan de partición no funcionó por dos razones principales: 1) el rechazo del mundo árabe, incluyendo el liderazgo palestino de ese entonces, que se lanzó a la guerra contra Israel apenas se declaró independiente el 14 de mayo de 1948, y 2) las ambiciones territoriales tanto de Transjordania (hoy Jordania) como del recién fundado Estado de Israel, que absorbieron bajo su soberanía el territorio que estaba destinado para el Estado árabe, así como el reparto que se hicieron de Jerusalén. No obstante, la comunidad internacional no reconoció, en el caso de Jordania, la anexión a su territorio de lo que hoy conocemos como Cisjordania o Margen Occidental, ni tampoco las anexiones de Jerusalén una vez dividida entre Israel y Jordania.