A Rubén Leyva, artífice de la memoria de muchas historias

“Un pintor debe pintar una sola obra maestra: a sí mismo constantemente

Convertirse en una especie de generador con una irradiación constante…”. Yves Klein

“Mis pinturas son sólo las cenizas de mi arte”, decía Yves Klein (1928, Niza-1976, París) para dejar en claro su voluntad interventiva en el revuelto universo estético europeo de los años sesenta. Por ello es importante que por primera vez en México se exhiba la obra de este artista de origen francés, creador del “International Klein Blue” (IKB). Color único que encandila la mirada de quien ve las pinturas del artista. Se trata de una muestra retrospectiva del precursor del happening quien en apenas siete años produjo mil 500 piezas. La muestra se inauguró en la sede de la Fundación Proa en Buenos Aires, Argentina, y es la misma que ocupara el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC). Una revisión de los Archivos Yves Klein, que se encuentran en París, a cargo del investigador Daniel Moquay. La muestra inicia con las obras monocromáticas más tempranas como el rectángulo butano Expresión del universo de color naranja plomo (1955). Se exhiben también piezas de la serie Antropometrías, hechas en un sentido literal con el cuerpo de mujeres desnudas; modelos bañadas en el azul Klein que imprimen su figura sobre lienzos blancos. De la serie Cosmogonías, donde la naturaleza se convierte en herramienta, destaca el uso de las llamas de un soplete a manera de pincel, y de estas piezas se exhibe Pinturas de fuego… Su obra inunda de azul el MUAC.

La obra Klein ha dejado una huella indeleble en el arte moderno, que ha estado presente no sólo en la vanguardia estética de la segunda mitad del siglo XX, sino que su obra se exhibe constante en los museos de Europa, como las excelentemente curadas y que pude ver en los museos Reina Sofía de Madrid en 1995; en el Centre Pompidou de París en 2007 —cuyo título fue sorprendente e inolvidable: Corps, couleur, inmatériel—, y la más reciente, en la Tate de Liverpool en 2016. En todas se trata de reconstruir la compleja realidad del versátil artista.

El arte de Klein se presenta en México con todo el vigor de sus imperecederas ensoñaciones monocromas, de esos rotundos espacios de color, con el azul como protagonista, que constituyen el signo distintivo e indeleble de su pintura. Pinturas en azul que pronto adquieren denominación comercial propia —azul Klein internacional—, pero que investigan el rojo y rescatan el oro antiguo de la arqueología bizantina o el decorativismo de consumo levemente pompier. Un homenaje a Giotto y la pintura del trescientos sintetizado en el Exvoto a santa Rita (1961): los pigmentos aplastados nos introducen con su rugosidad en la materialidad de la pintura, pan de oro sin pulir, y una ofrenda manuscrita velada por una cinta plástica. Es el momento de la experimentación de Fluxus, los acromos y la virulenta provocadora de Manzoni: Merde d’artiste es el último fetiche de aquellos años.

Klein nació en el centro de una familia de pintores. María, la madre, fue una feminista sensible deslumbrada pronto por Jacques Villon y pionera de la abstracción europea. Fred, el padre, era un artista convencido de las tabulaciones cromáticas sugeridas por Mondrian y a fin a las planimetrías coloreadas de Nicolas Stael y los Delaunay. Las luces familiares celebraron durante años la presencia de artistas como Hartung, Soulages, Vassarely, Magnellí y Julio Gonzales, quienes abrieron un lugar de debate artístico del que saldrán proyectos contundentes como la pintura abstracta europea que presentó la galerista Denise René y el Salón des Realités Nouvelles en 1946. La juventud de Klein fue impredecible y aventurera. Entusiasta del judo, huyó a Japón y llegó a ser cinturón negro; luego fue a España y aprendió castellano a marchas forzadas en Madrid, dando clases de judo.

Para la mirada contemporánea, el activismo de Klein mediaba la década de los cincuenta, su ir más allá de “la problemática del arte”, como escenificó en la sonora performance-conferencia de la Sorbona en 1959, puede asociarse radicalmente a la configuración artística de un nuevo realismo crítico compartido por Raysse, Arman, Tinguely, Cesar y el crítico Pierre Restany. Un realismo sin fronteras, ni tiempo, desmitificador del logos artístico e integrado por las posibilidades premonitorias de las nuevas tecnologías —qué decir de los Dispositivos motorizados concebidos con Tinguely en 1958. Los moldes figurativos coloreados en azul de 1962, Retrato en relieve de Arman o Victoria de Samotracia, son series abiertas que desmitifican intencionalmente el rigor formal de los monocromos. “A través del pigmento puro —dice Hannah Weitemeier—, repartido uniformante sin matices y sin rastro alguno de una firma personal —la pintura aplicada con el rodillo crea tan sólo una estructura ondulada sobre el fondo del cuadro—, la dimensión del color se destaca de una forma pura y verdadera durante la contemplación”.

Yves Klein crea una percepción alquímica del color, y es a partir de 1950, donde su indagación continuada acerca de las tecnologías del color que concluyen en la invención de un azul tonal único. El tema resulta obsesivo: el efecto del medio aglutinante sobre los pigmentos de la tradición cromática, la búsqueda del “brillo antiguo”. ¿Por qué el pigmento seco mostraba una limpieza imposible de alcanzar al amalgamarlo sobre la superficie pictórica? Dice Klein: “Había que fijar cada grano al soporte y mantener la intensidad del color…”. Klein va de esta forma a buscar el azul ideal para su obra. En 1957, el artista desveló su programa de una “época azul”: superficies de color que parecían idénticas pero que cada una de ellas marcaba un hito cromático diferencial que subraya en proyección geométrica su intensidad. Los topográficos Relieves planetarios (1961), deslumbran todavía con su belleza serena y dan la medida ajustada de una utopía cósmica: un mundo azul, como vieron los primeros exploradores de la luna en 1969.

La muestra del MUAC persigue con acierto la inabordable creatividad de Klein. Los monocromos quizá avanzan una apuesta purista, desnudos espacios en azul y rojo progresivamente desmaterializados y etéreos: inmateriales. A éstos se contraponen en seguida los cuerpos embadurnados en azul con unas modelos activas, que parecen vivas, llenas de una vitalidad, que parece que fueron pintadas ayer. Un espectáculo lleno de poesía visual. El experimentalismo de los últimos años del artista le descubre el fuego: con un inmenso lanzallamas de gas como pincel, el artista funde unas impresionantes estelas fluidas que el agua modela mediante un secado rápido. La performance con Alex Kosta en la Central Municipal de Gas en 1961 descubre de este modo un nuevo realismo: pinturas ritualizadas al fuego con imprevistos resultados de impacto. “Ahora quiero ir más allá del arte —más allá de la sensibilidad— más allá de la vida. Quiero ir al vacío. Mi vida será como mi sinfonía de 1949, un tono constante, libre de principio a fin, limitada y eterna al mismo tiempo, porque no tiene ni principio ni fin… quiero morir y entonces dirán de mí: ha vivido y, por tanto, sigue vivo”, escribió Yves Klein poco antes de su muerte en su diario. La muestra retrospectiva es pues un espacio abierto al espectro de su trabajo intelectual en torno al objeto como obra de arte; al color azul como punto y final de su vida creativo, y desde luego, a ese reflejo de que la vida de un artista puede ser tan corta, pero también interminable en su descubrimiento.

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