Se dice con algo o mucho de razón, aunque en algo aciertan quienes opinan lo contrario, que no debemos voltear la vista atrás. El infausto año 2017, recién concluido, es y debe ser por muchas cosas, por los terremotos de septiembre, especialmente por el del 19 que nos regresó en el tiempo; por el repunte de la violencia; por el descontrol de los índices macro, especialmente la inflación y el tipo de cambio; por el renacer del encono social y por la polarización entre la población alimentada en buena medida por las redes sociales, un año para el olvido.
Así las cosas, tampoco 2018 se percibe como un buen año. Económicamente, la reforma fiscal estadounidense, la persistencia trumpiana de golpearnos, la caída de las remesas de los migrantes, la incertidumbre respecto del comportamiento de la inversión extranjera directa, el control de la inflación, la generación de empleos, el tipo de cambio, el precio del petróleo y un largo etcétera, nos colocan en la incertidumbre.
Estas líneas no buscan preocupar o se escriben en un estado de ánimo dominado por el pesimismo, son solo una reflexión sobre el porvenir inmediato de nuestro México. Me duele —como a todos— la enorme desigualdad social, la pobreza de casi la mitad de nuestros compatriotas, la intolerable corrupción, el estancamiento de nuestra economía, el deterioro ambiental, la violencia asociada al crimen organizado, los muertos y los desaparecidos, los feminicidios, que lejos de disminuir se acrecientan. En suma, me duelen y lastiman muchas de las cosas que desde hace ya mucho tiempo sufrimos todos.
El momento decisivo parece hacerse presente. Seguimos la misma ruta o cambiamos. Qué ofrece cada camino: la transición la hicimos por la derecha y falló, el camino podría ser por la izquierda, esa izquierda que se parece más a un nacionalismo revolucionario o un echeverrismo tardío que a un socialismo humanista; o persistimos por la ruta del neoliberalismo y profundizamos las reformas estructurales.
La decisión no es fácil. O la tomamos racionalmente o por el hartazgo social nos inclinamos emocionalmente por el cambio, cualquiera que sea este. Tendremos seis meses para valorar. Lo que está en juego no es menor. Es el futuro de los hijos de nuestros hijos. No podemos, no debemos equivocarnos.
A nadie conviene la violencia. La mayoría repudiamos la discordia, la división, la confrontación, la polarización. No somos buenos y malos. Podemos pensar distinto y coincidir en lo esencial. Es un error del eterno candidato introducir el tema religioso en la contienda electoral. Introducir la mentira a las campañas es muy delicado y peligroso. También lo es utilizar en la retórica discursiva de manera insidiosa la intriga de sustitución de un candidato, motejarlos a todos los contendientes despectivamente o en el mejor de los casos descalificarlos sin ningún argumento sólido. Olvida que no son sus enemigos personales, son solo sus adversarios. Quien lo ha hecho juega con fuego y pagará en las urnas las consecuencias. Aunque ahora tenga el aplauso fácil de sus corifeos.
El porvenir no será fácil. El mundo está convulsionado. En los Estados Unidos gobierna un antimexicano que nos agrede gratuitamente. Los conflictos geopolíticos en ocasiones pueden ser favorables a nuestros intereses o bien perjudicamos en otras. Y económicamente nuestra inserción, para bien y para mal en la economía global, nos obliga a jugar con variables que no controlamos y podemos ganar o perder sin dominar el juego. Y la solución no es salir del juego.
La incertidumbre económica global y doméstica puede terminar contaminando el proceso electoral, lo que aunado a una crispación social alimentada artificialmente con el discurso de odio entre buenos y malos sería catastrófico. A ningún candidato y a nadie conviene un país en ruinas, el costo social resultaría incalculable y el objetivo prioritario jamás debe perderse de vista: el desarrollo humano de todos los mexicanos.