Eduardo Suárez, ministro de Hacienda de México, que impulsó un crecimiento de nuestra economía de 6% anual durante 11 años (1935-1946), escribió en sus Memorias: “El problema de México no está en lograr la estabilidad económica, sino en lograr la elevación del ingreso nacional y la elevación de la renta per cápita, alcanzando hasta donde es posible, una mejor distribución del ingreso”. Este concepto adquiere, en la actual encrucijada de México, una enorme vigencia para salir del relativo estancamiento en que estamos inmersos.

Uno de nuestros principales objetivos nacionales tan importante como recuperar la seguridad y abatir la corrupción, debe ser acelerar el crecimiento económico, incluyente y sostenible; es decir, buscando al mismo tiempo reducir pobreza y desigualdad, y preservar el medio ambiente, que se refuerzan entre sí. Éste debe ser una motivación nacional, en cuyo logro participen todos los partidos, todos los sectores; en suma, todos los agentes económicos.

Lamentablemente este objetivo no está presente, con la prioridad que demanda, en las primeras débiles manifestaciones del debate electoral y en los tentativos programas de gobierno. No está subrayado en el “nuevo modelo económico” del programa de López Obrador, ni en el del Por México al Frente; el gobierno sigue obsesionado con la estabilidad financiera y la consolidación de las finanzas públicas. Dentro de una agenda de cambio, que el PRI no debe ceder, por aferrarse a la estéril bandera del “continuismo”, ¡ésta sería una aportación fundamental!

Hay que reconocer que llevamos todo el milenio, de hecho más allá, con un lamentable modelo de “estancamiento estabilizador”, en contra de lo que fue el exitoso “desarrollo estabilizador” con crecimiento anual del 6% hasta 1970. Mantenemos un crecimiento mediocre del 2% anual. No derivamos ventajas del “auge mundial” de materias primas (incluyendo para nosotros el rico yacimiento de Cantarell), que benefició a todos los países emergentes (2000-2008); fuimos el país 157 de 170 en crecimiento. Hemos estado empecinados en preservar la estabilidad de precios del 3% y consolidar las finanzas públicas. Actualmente, ni eso logramos plenamente: la inflación alcanza niveles históricos del 7%; el déficit fiscal de 3% no se canaliza a la inversión, es lo necesario para dar servicio a la deuda, que aumentó del 30 al 50% del PIB. Este lento crecimiento incide negativamente sobre muchos otros factores. Tenemos uno de los menores crecimientos en productividad de América Latina; una muy baja, y a la baja, participación del salario en el ingreso nacional; uno de los más altos porcentaje de jóvenes sin educación y empleo de la OCDE y, casi la mitad del PIB en actividades informales. Darle la principal prioridad a la estabilidad y a la “belleza del equilibrio en las finanzas públicas” es un lujo que puede darse Alemania —el país más obsesionado con el tema— ¡o en general economías maduras con altos niveles de bienestar! Ha sido ilusorio pensar que preservando estos objetivos el crecimiento brota espontáneamente.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los países que necesitaban sobrevivir económica y políticamente, que deseaban alcanzar niveles de bienestar del primer mundo, le dieron la mayor prioridad al crecimiento. Japón lo hizo con su estrategia de alto crecimiento (1950-1970), ¡que en 1960 profundiza con su meta de duplicar el ingreso nacional en 10 años! Ese camino lo siguieron Corea y Singapur. Desde las reformas de Deng Xiaoping en 1978, China inició su estrategia de crecer del 8 al 10%. India con las reformas de los primeros ministros Rao y Singh en los 90’s logró salir de su “trampa del crecimiento hindú” de 3.5%, para alcanzar también el 8%. Casi todos los asiáticos de la Cuenca del Pacífico crecen a niveles cercanos al 6%. En Chile, por su parte, el candidato Piñera gana las elecciones dando la prioridad a duplicar su crecimiento. Son los ejemplos de países emergentes que debemos imitar y que demuestran la falacia de que poder crecer es cosa del pasado.

Se pensaría que en México, obsesionados con el peso de 2 ó 3 décadas de “políticas neoliberales fallidas”, no podemos lograr esas metas. Hay que recordar que México, durante el periodo 1933-1973, el más exitoso de nuestra historia económica, logró un crecimiento anual de 6%, que produjo el llamado milagro mexicano, que nos transformó en una gran economía en proceso de industrialización, con grandes aumentos en el tamaño de la clase media. Ello se hizo con las llamadas “políticas desarrollistas”, que esencialmente han puesto en práctica los países emergentes exitosos, ahora llamada neodesarrollistas, que lograron conciliar muy elevado crecimiento con estabilidad.

Nuestro proceso exitoso de crecimiento fue descarrilado por los serios errores de política de la docena trágica, iniciados por Echeverría, que tratando de adecuar la estrategia a nuevas circunstancias, cayó en severa irresponsabilidad fiscal y monetaria, creando elevados déficits en las finanzas públicas, propiciando elevada inflación, permaneciendo anclados en una rigidez cambiaria. Luego sobrevino el despilfarro de la riqueza petrolera, la explosión de la deuda y la nacionalización bancaria de López Portillo. ¡Lo que detonó las crisis fueron estas grandes desviaciones!

Éste ha sido uno de los debates históricos de mayor trascendencia en México, entre los antecesores de la actual “escuela liberal estabilizadora”: Gómez Morin, Palacios Macedo, Montes de Oca y los grandes “desarrollistas keynesianos”, artífices del “crecimiento acelerado de México”: Ortíz Mena, Rodrigo Gómez, Fernández Hurtado, Carrillo Flores, Ramón Beteta y el propio Suárez, que derrotaron sus teorías, sobre todo en los hechos. Los primeros “estabilizadores” profundizaron la Gran Depresión de 1929: algunos de sus actuales herederos intelectuales han generado el “estancamiento secular” de la etapa actual.

Ahora debemos retomar como estrategia nacional, crecer entre el 5 y 7%, convertirnos en la 7ª economía mayor, duplicar el ingreso per cápita para alcanzar las economías del primer mundo. Para lograr esto, prácticamente se requiere “voltear de cabeza” algunos elementos de la actual política económica: 1) aumentar la inversión pública, particularmente en infraestructura, que se ha venido reduciendo dramáticamente, disminuir el gasto corriente dispendioso, compactando la estructura del Estado y eliminar cientos de programas clientelares inútiles; 2) establecer una política industrial y de innovación moderna que estimule el mercado doméstico, complementada por una política de comercio exterior que sea un “medio” y no un “fin dogmático”, para que ambas promuevan cadenas productivas “hacia adentro y hacia afuera”¡ y no modernas “economías de enclave” desarticuladas; 3) una política regional y urbana que reduzca las brechas de ingreso entre estados pobres y ricos y no las amplíe. ¡Todo lo que no hizo el TLCAN! 4) una reforma fiscal integral que genere suficientes recursos para la inversión y las reformas sociales de segunda generación, no una miscelánea fiscal recaudatoria; 5) un sistema bancario que no privilegie el consumo y sus utilidades, sino la producción, creando lo que en Oriente se ha llamado “financiamiento basado en políticas” (policy based finance), destinado a financiar la producción, con la banca de desarrollo como sustento de políticas sectoriales; un Banco Central no monotemático de la estabilidad, sino que apoye también el empleo y el crecimiento.

Esta economía creciente y fuerte, además de permitir atender apremiantes necesidades sociales, es también, como lo fue para los países desarrollistas, con gran espíritu nacionalista que mencioné, la verdadera fortaleza que nos permita afrontar los retos y riesgos provenientes del exterior ¡en particular de Trump!

Exembajador de México en Canadá

@suarezdavila