Sin necesidad, porque para eso dispone de múltiples recursos y voceros, el presidente Enrique Peña Nieto salió a declarar, en obvia respuesta a Andrés Manuel López Obrador, que “no puede haber perdón y cuenta nueva” porque eso equivaldría a “dejar hacer y dejar pasar a los criminales, significaría fallarle a la sociedad y traicionar a México”.
Para empezar, es lamentable que se confunda la posibilidad —y solo posibilidad— de amnistía con un hecho, pues todavía falta salvar varias etapas, entre otras ganar las elecciones. Pero más triste es que se confunda una amnistía con “dejar hacer” a los criminales, lo que no es cierto; y lo más lamentable es que se acuse de traición a la patria a quien hace una propuesta que, viable o no, merece discutirse, sobre todo después del rotundo fracaso del presente y del anterior gobierno en el combate al crimen organizado.
Como es obvio, oponerse a toda alternativa a la matanza es insistir en una política equivocada que solo ha servido para que crezca el negocio de las drogas. No puede aceptarse que para disminuir la criminalidad no hay más ruta que la violencia. Proponer que siga la carnicería es prometer a la sociedad más sufrimiento, más pérdidas humanas para las familias, pues lo cierto es que los muertos no son gente venida de otro planeta, sino mexicanos, sobre todo jóvenes, que ante el desempleo y la desesperanza no tuvieron más opción que enrolarse en las filas del crimen.
Una y otra vez se pretende omitir una valiosa experiencia histórica. En Estados Unidos, el segundo Roosevelt acabó con la mortandad que significó la guerra contra la producción y comercio de bebidas alcohólicas. Lo hizo poniendo en práctica una política de “perdón y cuenta nueva”, como esa que no le gusta al actual habitante de Los Pinos. Y sí, pactó con criminales, a los que propuso instalarse con sus pistoleros y sus familias en el desierto de Nevada e invertir ahí sus inmensas fortunas en la apertura de hoteles y garitos, no de empresas fabricantes de alcoholes.
Se acabaron así las matanzas callejeras en Chicago y otras ciudades. Se activó la entonces decaída economía estadounidense, se crearon empleos y se legalizó el consumo de bebidas alcohólicas. Los capos que no quisieron someterse al proyecto de Roosevelt acabaron muertos o en la cárcel. Desde luego, no desapareció la delincuencia en la llamada Unión Americana, pero se le redujo a una dimensión manejable y más o menos tradicional. ¿Por qué en México no se puede hacer algo semejante? Por favor…