Un viejo cartón de Eduardo del Río (Rius) muestra al entonces presidente José López Portillo en un burdel, con un fajo de billetes en la mano, compartiendo sofá con una dama del lugar que en la grupa lleva el letrero “prensa vendida”. Mientras la abraza, López Portillo le dice a la mujer: “Tú sí me comprendes”.

No recuerdo haber visto publicada esa caricatura de aquellos tiempos en que, como decía don José Pagés Llergo, había tres temas tabú: el Ejército, el presidente de la república y la Virgencita de Guadalupe. En un expediente sobre el monero fallecido el año pasado, la revista Transgresiones, que dirige Víctor Roura, incluyó ese cartón que describe en forma inmejorable la política de comunicación de aquel presidente, quien advirtió que no pagaba para que le pegaran.

Viene al caso lo anterior porque The New York Times publicó hace unos días un reportaje sobre lo que destina el gobierno federal al control de los medios de comunicación, que en los cinco años del presente sexenio ya suma unos 39 mil millones de pesos, destinados en su mayor parte a la televisión comercial, pese a que el Estado dispone de tiempos gratuitos en radio y TV. Por eso, explicablemente la televisión actúa con docilidad ante el que paga, del que oculta sus derrapones lingüísticos, salidas de tono, datos falsos y errores que tan costosos han sido para  el país, en tanto que magnifica los aciertos —si los hay—y convierte en hazaña lo que es apenas obligación de cualquier gobernante.

Hay que decir que en México, constitucionalmente, el Estado debe garantizar el derecho de los ciudadanos a estar informados, y eso implica apoyar con dinero público a los medios, especialmente a los impresos, que ofrecen material para la reflexión y elementos para una opinión informada. Lo discutible está en el cómo, en el qué y en el cuánto.

Favorecer de manera desproporcionada a los que se portan bien y, en el mejor de los casos, arrojar las migajas a los medios que han elegido dar cabida a la opinión crítica, no sólo es violatorio de la Constitución y descaradamente antidemocrático. Es también suicida para los buenos gobernantes, pues el periodismo crítico ofrece la posibilidad de enmendar errores, corregir políticas equivocadas, superar inercias y abrir nuevas perspectivas para la política grande, esa que sólo los estadistas son capaces de llevar adelante.

Como en el cartón de Rius, el periodismo embutero finge amor y los malos políticos lo pagan en dinero, pero también en desprestigio y pérdida de votos. Para allá vamos.