Ricardo Muñoz Munguía

Muchas series de televisión se quedan sin sabor para su público, o un sabor equis, principalmente porque abarcan temas muy despegados a la tierra, la tierra que pisa la mayoría de la gente. Recientemente vi la serie El Puntero, un drama político, en el que no sólo garantizaron el estupendo trabajo histrión de la mayoría de los personajes sino que la historia, también apegada a la realidad —la realidad de la mayoría de la población—, gran parte de ella sin ser predecible, nos conmueve, nos desgarra, nos obliga a ver el fondo de un hombre que hace política, desde el sentido más genuino, puro y valioso, con principios, con aferramiento, con coraje, con obsesión. Aunque también de cierto modo tiene que participar de la parte oscura que le obligan las circunstancias.

La serie argentina El puntero tiene como protagonista un dirigente de personas que viven en un barrio pobre, de escasos servicios públicos elementales. Ahí, Pablo Aldo Perotti, “El Gitano” (Julio Chávez, estupendo actor), participa de la política, en la frontera entre los que gobiernan desde la Municipalidad y la gente pobre. Como es de esperarse, Perotti debe enfrentar los reclamos de los que él representa y el poder de los que gobiernan; y lo sabe hacer de modo que si no todos estén contentos, por lo menos que todo siga en orden y corriente. Varias circunstancias lo llevan al límite, tanto con sus representados como, sobre todo, su familia, la que se compone por su madre, una mujer interesada y ruin, una hija rebelde y poco ubicada, y, por otro lado, vive —no todo el tiempo— con una mujer y su hijo, a quienes le tiene todo el amor.

Perotti es un hombre de trabajo, algo que lleva al extremo y, paradójicamente, su trabajo si bien lo lleva al reconocimiento de su gente, también lo lleva a la debacle, algo que él sabrá reconocer en su momento. El Puntero, una serie que en su primera mitad de capítulos puede parecer desperdicio pero no, es la forma de adentrarse en el personaje principal, para después ver/sentir lo que lo vulnera, para dejarlo en la frontera entre la obligada paz y el delirio del trabajo.