Por Colson Whitehead*

 

Lamadrid

 

“¿Sabés cómo salió Lamadrid?” Mi tío Lalo era hincha fanático de Independiente. En 1977 el Rojo estaba en su apogeo. Ganaba todo. Era el “rey de copas”. Racing, mi Racing, era lo contrario. Y lo peor estaba por venir.

A mis once años el fútbol ocupaba mi vida. Conocía todos los clubes de la Argentina y tenía un equipo favorito en cada categoría del ascenso. En la Primera D —no sé por qué— había elegido a Midland. Y en el torneo de aquel año el “funebrero” del barrio Libertad, del partido de Merlo, luchaba codo a codo con el equipo que mi tío Lalo me preguntaba cómo había salido. “No sé, ¿por? ¡Yo le voy a Midland!” En el fondo, me gustaba la idea de hacerle la contra a un hincha de Independiente, pero mi tío me dio un argumento demoledor que cambió para siempre mi vida futbolera: “¿Estás loco? Lamadrid es de Devoto”. Me quedé mudo.

Mi familia vivía en Villa Devoto desde que mi abuelo Alberto Beanato había llegado a la Argentina desde Turín y había comprado un terreno en la calle Bahía Blanca allá por los años 30. Hincha de Torino de nacimiento y de Chacarita por adopción, mi abuelo construyó su casa y allí crió a sus seis hijas (Beba —mi vieja—, Lilia, Violeta, Olga, Iris y Diana) junto con mi abuela María, española. Esa casa era el centro de mi universo. Los satélites familiares vivíamos a no más de cinco cuadras de allí.

—¿Cómo de Devoto? ¿Devoto tiene un equipo de fútbol?

—Sí, frente a la cárcel.

—¿Devoto tiene una cárcel?

Ahí mismo me enteré de que mi tío Lalo no solo era fanático de Independiente, sino que además era simpatizante del “carcelero”, el apodo con que se conoce al único equipo de fútbol del mundo fundado frente a una prisión, la cárcel de Villa Devoto.

Me la dejó picando. Mi barrio era todo. Era mi casa de la calle Gabriela Mistral, la de mis abuelos de Bahía Blanca, la de mi tío Lalo de Gualeguaychú; era mi escuela número 8 de la calle Mercedes; la plaza donde jugaba al fútbol con mis hermanos en el equipo de San Diego junto a la avenida General Paz y que ya no existe; mis amigos que conservo desperdigados por el mundo; era la pizzería José, de la avenida San Martín y Mosconi, donde aún hoy se hace la mejor pizza de Buenos Aires; la plaza Arenales, el Hospital Zubizarreta, donde ya me habían cosido una vez. No podía de ningún modo seguir a Midland. ¿Libertad, partido de Merlo? ¿Dónde quedaba eso? Yo era de Devoto y Lamadrid era de Devoto. No podía fallar.

El carcelero salió campeón por primera vez aquel 1977, un año terrible para el país pero de gran éxito deportivo para el club. Veintisiete años después de su fundación, el humilde equipo de Devoto se coronó en la Primera D, la división amateur del fútbol argentino.

En el torneo siguiente, ya en la Primera C y después de mucho insistir, mi viejo me llevó a la cancha. Fue un partido con Deportivo Merlo. En un lateral, el número tres de Lamadrid se acercó al alambrado, lo miré fijo y exclamé: “¡Pero ese es el quesero de la calle Concordia! ¡Y el número cuatro es el hermano, el otro quesero!”. Aquel 1978, en plena dictadura militar, el niño que fui hacía los mandados todos los sábados en la quesería Los Muchachos, de los hermanos Julio y Sergio Rosell, hijos de un habilidoso wing izquierdo de Boca de los años 40, el “Colorado” Julio Jorge Rosell, que también jugó en Atlanta.

Lamadrid perdió aquel partido. Ya no recuerdo por cuánto. Pero ahí mismo decidí que sería hincha de Racing —una enfermedad que aún hoy me acompaña— y simpatizante de Lamadrid. En ese entonces no imaginaba que “Lama” se robaría la mitad de mi corazón.

A partir de ese momento, los hermanos Rosell pasaron a ser mis máximos ídolos. Al sábado siguiente fui a comprar el queso y el fiambre y uno de ellos me preguntó:

—Y vos, ¿de qué cuadro sos?

—¡De Lamadrid! —me salió del alma.

Los hermanos Rosell no lo podían creer. Uno de ellos le gritó a su esposa, que estaba en el interior de la casa, en cuyo garaje funcionaba el negocio, para que viniera rápido:

—¡Mirá, vení! ¡Un hincha de Lamadrid! ¡Y vos que decías que no había ninguno!

La mujer llegó al negocio con el repasador en la mano.

—A ver, a ver, quiero conocer a uno…

Aquel año seguí a Lamadrid todos los partidos que jugó como local y los hermanos Rosell me llevaron en su automóvil en los encuentros como visitante. Con mis doce años llegaba a la quesería después del almuerzo y salíamos los tres hacia calles de tierra, canchas peladas y tribunas de madera. Casi no hablaba. Para mí era como viajar en el auto de Lionel Messi rumbo a la cancha del Real Madrid. Las imágenes son en blanco y negro: la más nítida, en la vieja cancha de Riestra, en Villa Soldati, rodeado de hinchas locales y esperando un gol de Lama que nunca llegaría. Lamadrid perdía casi todos los partidos.

Nunca le agradecí a mi tío Arnaldo Michi (“Lalo” para todos) por abrirme los ojos. Murió en 1993 sin haber visto nunca a Lama en Primera B. Gracias, Lalo.

Su hijo Alberto —“Chiche” para todos—, mi primo querido, también se fue, muy joven. Ahora llevo a Adriano, su hijo, el nieto de Lalo, a ver a Lamadrid al Estadio Enrique Sexto. Y es un placer encontrarme en la cancha del carcelero a sobrinos nietos de Lalo, como Bianca y Milton Charra, con la camiseta de Lama en la tribuna. O su sobrina bisnieta, Helena Grisel, socia número 1226, dormida en su cochecito bajo la sombra del alambrado. Todos ellos, mis primos lejanos. Otra vez, gracias.

Presos de una pasión

En la cancha de los presos

le’ vamo’ a romper los huesos.

Cantito de la hinchada de Lamadrid, década de 1960

El carcelero es quien tiene a su cuidado una cárcel. Pero los hinchas de Lamadrid nunca se sintieron custodios de la prisión. Por el contrario, siempre la sufrieron. Los fundadores crearon el club el 11 de mayo de 1950 en un terreno baldío frente al Penal de Villa Devoto, y jamás se sintieron parte de esa mole enorme de cemento, muros y rejas. Es más, en varias ocasiones se enfrentaron con las autoridades penitenciarias en defensa de sus terrenos, los únicos de una entidad afiliada a la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) que están sin escriturar. General Lamadrid, 65 años después de su fundación, no es dueño legal de sus propios terrenos. La cárcel siempre miró con ambición el predio e incluso en 1963 le cercenó una tajada, sobre la calle Bermúdez, que hoy se utiliza como depósito. Aquel año, los socios se atrincheraron en el club para que la cárcel no avanzara sobre las demás instalaciones.

La prisión, además, impidió el desarrollo de la zona. El club que nació en los años 50 es hoy tan humilde como entonces. Los vecinos no se fueron del barrio. Es muy difícil vender una casa ubicada a un paso de la prisión. Por eso este sector jamás se renovó ni creció en infraestructura como sí lo hizo el otro Devoto, el que se gestó en los alrededores de la plaza Arenales, cuna de chalets y edificios de lujo para un sector acomodado de la clase media. El Devoto de la cárcel se quedó en el pasado, es el mismo de antes, el mismo de entonces. Sus vecinos se conocen desde hace décadas y sus hijos, y ahora sus nietos, partieron un día hacia otros barrios pero siempre tienen un motivo para regresar: Lamadrid.

Por eso, al principio, los socios no se sentían “carceleros”. El mote era más un motivo de burla de las hinchadas rivales. ¿Cómo sentirse un carcelero si el socio del club era de origen humilde y se identificaba más con la gente que sufre, con el desclasado y el marginal? Pero el tiempo, y en especial cuando se lo asocia con el fútbol, trastoca las cosas y convierte las ironías filosas en motivo de orgullo.

Hubo un tiempo en que los hinchas de River se ofendían cuando les gritaban “gallinas”. Pero hoy se sienten orgullosos de serlo. Lo mismo les pasó a los hinchas de Boca: ser catalogados como “bosteros” no debía de ser el sueño de sus fundadores, pero es hoy una parte indisoluble del alma xeneize.

Los hinchas de Lamadrid, con el paso de los años, adoptaron el mote de “carceleros”. Hoy lo llevan tatuado en la piel. Pero no como custodios de una prisión que siempre está en retirada, con múltiples e históricas promesas de un traslado que jamás llega, sino como guardianes de un club que resiste el ínfimo paso del tiempo. Sí, en los alrededores de la cárcel, el tiempo no transcurre como en los demás barrios de Buenos Aires. Aquí el tiempo se toma su propio tiempo. Con calma y sin prisa. Permite el saludo de los vecinos del pasaje Ukrania, las charlas infinitas en el buffet del club y las caminatas por las calles aledañas. Poco importa el bullicio de las visitas que llegan en masa a la prisión. O los gritos de los reclusos cuando hablan desde las celdas con sus familiares apostados en veredas opuestas. Aquí nada acelera el paso del tiempo. Ni los motines que cada tanto golpean la zona. Tampoco los escapes históricos, como el de Luis “el Gordo” Valor en 1994. O la masacre del 14 de marzo de 1978, que se llevó la vida de 65 detenidos. Ni cuando un helicóptero aterrizó sin previo aviso en la cancha en plena dictadura militar. Su misión: llevar a dos “encapuchados” hacia el penal.

*Fragmento del libro “El coloso de Nueva York”, de Colson Whitehead (Literatura Random House, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.