Por Santiago Gamboa*
Capítulo I El Dani
Daniel Scioli está inquieto. Se arrellana en el sillón. Sin mirar, presiona con el dedo índice el botón rojo de un control remoto blanco. Es el más pequeño de los siete controles que reposan sobre una mesa baja al alcance de su mano.
—¿Y el helado de vainilla?
Un mozo veinteañero, delgadísimo y cordial hasta la incomodidad, aparece y se escurre con tranco veloz.
La mesita es un continente móvil de cincuenta por setenta centímetros donde reluce una guillotina para cortar habanos. El comando mudo, que enciende una luz en la cocina para llamar a los empleados, es el último de una hilera donde se suceden, ordenados de mayor a menor según tamaño, un control remoto para el LED de 40 pulgadas que cuelga de la pared, otro para cambiar los canales de DirecTV, el digital del aire acondicionado y la calefacción, otro para el DVD, un quinto para la pantalla de cine que se enrolla en el techo y uno más con el que pilotea el proyector. Los siete controles, separados a idéntica distancia entre sí, parecen diminutos autos estacionados por un chofer meticuloso.
Con ese todopoderoso conjunto de comandos, Scioli controla su reino: la temperatura, la música, en qué canal queda encendida la TV y hasta el ritmo del almuerzo.
En el otro borde de la mesa ratona, hay dos estuches negros y cuatro pares de lentes. Los anteojos con marco grueso amarronado, de acetato, son de Scioli. Parecen un armazón de obra social, de los que regalan el Programa de Atención Médica Integral (PAMI) o el Instituto de Obra Médico Asistencial (IOMA). Los otros, elegantes y sutiles, pertenecen a su esposa.
Los tres pares de anteojos de Karina Rabolini son inquilinos en la mesa de los controles remotos de su esposo. Como una extensión, la mesa se mueve —la desplaza el sirviente diligente— cada vez que Scioli se traslada. Los lentes de Karina van donde va Scioli.
Los ojos de Karina van donde va Scioli.
Vuelve el mozo. Deja un bol blanco lleno de helado junto al plato donde se deshace un panqueque de manzana; al lado, en otro recipiente más chico, hay una crepe de dulce de leche. Scioli desgarra la masa con el filo de la cuchara y come una porción. Repite el procedimiento con la crepe; luego, el helado. Intercala dulce de leche, almíbar de manzana, helado de vainilla. Para. Prueba tres o cuatro bocados de cada postre. Scioli come rápido, silencioso, voraz.
Presiona el botón rojo. Aparece el mozo.
—La manzana —dice.
Al instante, aparece delante de Scioli una compotera con una manzana asada, pálida y brillante. La escarba con la cuchara. Dos, tres trozos; la deja. Pide un té Cachamai y un bombón de chocolate con praliné. Le da un pequeño mordisco. Al rato, en un vaso chupito, toma un largo sorbo de licor de mandarinas. Un solo sorbo.
Scioli corta un Montecristo Edmundo de 12,5 euros. De pie, el mozo enciende una lámina de madera de cedro y la acerca al puro.
Scioli pita, humea.
Suena un piano. Es un piano eléctrico Yamaha negro. Lo toca con modestísima destreza Alfredo Cahe, el médico de celebrities, amigo de Diego Maradona. Antes de sentarse frente a las teclas, se arrima y le pregunta en voz baja si le molesta que toque “un poco”. Scioli lo habilita con un gesto. Cahe maltrata unas melodías, tangos con tempo de bolero, canciones de los sesenta y setenta, la banda de sonido de un tiempo en que no se conocían. Recién en los noventa, Cahe se convertiría en médico de Rabolini.
Scioli no le presta atención. Fuma y escucha. Viste una camisa escocesa color crudo con rayas rojo pálido y finísimas estelas azules, jeans oscuros y zapatillas blancas. Por encima del cuello, en la nuca, sobresalen unas cintas color turquesa fluorescente. Es un adhesivo antidolor desarrollado por un quiropráctico japonés llamado Kenzo Kase, que Scioli abrazó con la esperanza de apaciguar las molestias del miembro fantasma, el paradojal dolor de lo que ya no está. El mediodía del 4 de diciembre de 1989, Scioli volcó con su lancha de offshore y perdió el brazo derecho, que fue cortado unos quince centímetros arriba del codo.
Las cintas turquesa le cruzan la espalda, recorren el hombro y coronan el muñón. Un intento —otro más— por moderar los chispazos eléctricos que lo despiertan en medio de la noche, brotan entre los omóplatos y viborean bajo la piel, como un rayo, hasta estallar en el muñón. Cuando el dolor lo mortifica, Scioli recurre al Klosidol.
—No me gusta porque me abomba —confiesa. Pero no le queda otra.
El Klosidol es un calmante potente que combina dipirona y dextropropoxifeno, un opiáceo que actúa sobre el sistema nervioso central y apacigua el dolor, pero a la vez disminuye la atención. Se recomienda no conducir después de tomarlo. En algunos países, el fármaco se prohibió o se restringió porque se lo vinculó con muerte súbita de varios pacientes.
Las descargas recrudecen cuando se avecina una tormenta o en los días de estrés político. O a causa de las contracturas que lo asaltan tras las fatigosas partidas de ajedrez. Scioli juega tres o cuatro noches por semana en su quincho de Villa La Ñata.
Para Scioli, el ajedrez es un entrenamiento político.
—En el ajedrez hay que ser prudente, tener estrategia, saber esperar el momento. Me sirve para anticipar lo que puede ocurrir.
En otros tiempos, solía jugar con el empresario Franco Macri. El padre de Mauricio fue amigo de Scioli padre y en honor a aquel vínculo lo invitaba a comer espagueti a solas y entregarse, en la sobremesa, al silencioso espadeo del ajedrez.
Ahora su contrincante preferido es el matarife más célebre de la Argentina, Alberto Samid. El que redondea primero las cien victorias gana la apuesta. El premio puede ser un trofeo viejo o 50 kilos de chorizos. Siempre hay premio.
Scioli siempre compite.

El escritor Santiago Gamboa. Foto Facebook.
La mesa recta y robusta sobre la que Daniel Scioli juega al ajedrez la construyó María Eva, la hija artesana de Eduardo Duhalde. Es una devolución de amabilidad del expresidente quien, para su cumpleaños sesenta y uno, recibió de Scioli un tablero para usar en el Tango 01, el avión presidencial. Se desafiaron a bordo de un helicóptero mientras los pilotos gambeteaban los coletazos de una tormenta entre Chapadmalal y la quinta de Olivos. Duhalde y Scioli iban sumergidos en la partida, abstraídos de lo que ocurría afuera.
—Yo le tengo aprecio. ¿Él qué dice de mí? —interroga.
La voz de Scioli es grave con un eco levemente metálico. Abre los ojos, intrigado, a la espera de una respuesta positiva. No soportaría lo contrario. A cinco metros de su sillón hay una mesa de blackjack con tres taburetes, un flipper, una ruleta y tres tragamonedas antiguos. Desconectados, todos parecen adornos de una tienda de juguetes gigantes. Scioli es metódico y rutinario, pero está rodeado de artefactos del azar.
Junto al piano negro hay una batería blanca que le regaló Charly Alberti. El músico de Soda Stereo le contó a Scioli la historia de Rick Allen, el baterista de la banda heavy Def Leppard, que perdió su brazo derecho en un accidente, pero siguió tocando. Scioli no recuerda el nombre del baterista manco. Alberti le enseñó los rudimentos de la percusión y cada tanto, en fiestas con amigos, Scioli se anima a golpetear la batería.
El quincho de Villa La Ñata, donde Scioli almuerza, cena y juega al ajedrez, mira al río Luján. Es el edificio más importante de la quinta ubicada en el delta del Tigre, que compró a fines de 2006. El quincho es un galpón de casi mil metros cuadrados empapelado de memoria. Las paredes están cubiertas de fotos. Scioli no sabe cuántas hay, pero puede que sean miles. En todas está él: con el papa Juan Pablo II, con George Bush, con su madre Esther, con Lula Da Silva, con Néstor Kirchner, con Raúl Alfonsín, con Diego Maradona. Entre cuadros, plaquetas, platos y banderines, las paredes resultan insuficientes, entonces Scioli hizo alfombrar el techo con camisetas de fútbol. El cockpit de su primera lancha y un motor fuera de borda cuelgan como murciélagos metálicos entre los candelabros. Son muchas lámparas, demasiadas; una manada de luces como una constelación personal.
Un buzo rojo Marlboro de competición aguanta de pie sobre un entretecho al lado de un trofeo y el brazo ortopédico que usaba para correr, flexionado en cuarenta y cinco grados y con los dedos congelados en una empuñadura para poder agarrar el volante. El bastón del primer mandato como gobernador descansa en un cofre vidriado sobre una repisa. A la izquierda, blindada y ambientada a quince grados, hay una cava bautizada don José en recuerdo de su padre. Scioli jura recordar quién le obsequió cada vino que duerme en su bodega.
El quincho en Villa La Ñata es el Aleph de Scioli, el punto que contiene todos los puntos de su universo personal.
O casi todos, porque el incendio del departamento que compartía con Rabolini en Recoleta consumió parte de sus recuerdos de la niñez y la adolescencia. Scioli menciona el episodio al pasar, mecánicamente. Habla de las fotos que se quemaron. Karina Rabolini lleva el recuerdo en el pie derecho: se fracturó el tobillo al saltar desde el balcón. Sucedió cuando apenas se estaban conociendo, un episodio dramático y triste que todavía los persigue con un dejo de misterio.
Scioli posa el habano en el borde de la mesa y la ceniza queda suspendida. Deja la copa de vino a medio tomar para señalar una foto lejana. Invoca las imágenes como soporte documental de sus palabras.
—Esa fue del último día de la presidencia de Néstor.
La foto es del 10 de diciembre de 2007, un rato antes de la asunción de Cristina de Kirchner. Scioli aparece sentado en el sillón presidencial, sonríe de lado. Detrás, de pie, pero inclinado hacia adelante, Néstor Kirchner le apoya los antebrazos en los hombros y en un gesto fraternal le cruza las manos a la altura del pecho.
—Un día vos te vas a sentar en este sillón, pero no te apures —dice que le dijo Kirchner.
Scioli tiene devoción por las fotos. No por sacar fotos, sino por posar en ellas y atesorarlas. La foto con Kirchner está sobre un estante cerca de una instantánea en blanco y negro que lo muestra joven y sonriente junto a Carlos Menem y Eduardo Duhalde. Ocurrió a los pocos días que asumieron como presidente y vice en 1989.
La vida de Scioli puede ser relatada, como una saga de instantáneas, a través de las fotos que empapelan las paredes del quincho. Scioli se para y busca un portarretrato. Es una foto sepia, enmarcada, en la que posan seis adolescentes en un partido de básquet.
—¿Cuál soy yo? —desafía.
Es el del medio de los que están de pie. Un pibe flacucho y alto que, a pesar de la actitud reconcentrada, no logra ocultar los aparatosos dientes delanteros. La foto se la entregó un directivo del Club Atlético Estudiantil Porteño de Ramos Mejía, donde pasaba sus tardes de adolescente y al que volvió cuarenta años después, convertido en gobernador de Buenos Aires.
Scioli cuenta con un descomunal equipo de prensa y comunicación, pero es él quien se encarga de seleccionar las imágenes que se enviarán a los medios. Es una destreza instintiva —dice— que solo consiste en mirar bien. Le alcanzan cinco o seis tomas, él observa su pose y su semblante, mira la luz de la imagen y atiende que cada uno de los protagonistas de la foto no esté riéndose o mirando para otro lado, como si no le prestasen atención cuando habla.
—Una imagen vale más que mil palabras —cita, sin presumir, el remanido concepto Homo videns, despojado de cualquier nostalgia por la letra escrita.
Scioli no lee, mira.
En el quincho de Villa La Ñata no hay libros. En el edificio que el matrimonio llama “la biblioteca”, y que está separado unos quince metros de la casa y unos diez del quincho, se divisan unos pocos títulos. Están en los estantes que corresponden a Rabolini. Son libros visuales, de moda; antes que libros parecen objetos de decoración. Al fondo de la biblioteca hay una cinta para correr, colchonetas, mancuernas de colores chillones y un escalador sugerido por su personal trainer. Es para hacer ejercicio sin dañarse las articulaciones.
En la biblioteca, Scioli no lee, hace gimnasia.

