Por Alfredo Padilla*

Los musiqueros

 

 

Do you wanna be, do you really wanna be a cop?

Career opportunities, the ones that never knock every job they offer you is to keep you out the dock Career opportunities, the ones that never knock.

Career Opportunities, The Clash

 

Siempre están ahí, en la televisión o en los mercados, en las fiestas o en los bocados, las marisquerías, las crepas francesas o las hamburguesas. En librerías se filtra su música, en restaurantes, taquerías o cloacas. Abres un libro y salta un musiquero con guitarra deslumbrante y sombrero roído, levantas la tapa de tu emparedado y surge un saxofonista con lentes oscuros debajo del jitomate, apachurras la catsup y sale expulsado un baterista con todo y platillos, levantas un aerolito y emergen músicos como poetas.

Los hay de todos los colores y tamaños, de todos los sonidos y sabores, de todas las razas; con gafas, sombreros, ropas y múltiples peinados. Pero los mejores son aquellos que cantan retintines al aire, gritos, insultos y patadas a la ausencia; los de picos en la espalda, picos en la cabeza, picos en las botas y picos en donde sea; crestas metálicas y de colores: verdes, moradas, amarillas. Llevan un peinado como de gallo de pelea, y objetan también como los gallos de pelea, con ese continuo menear de cabeza, de arriba abajo. Los musiqueros, los del baile pogo, el del triste, melancólico y tierno Sid, pobre Sid. Un baile desordenado que se efectúa saltando y empujando bruscamente, dando golpes a tus compañeros, de una forma enérgica pero amistosa también. Intentado no lastimar a los demás niños y sobre todo, a quienes no quieren integrarse al pogo, los niños aburridos que permanecen alejados. Yo mismo lo voy a instaurar en el Kinder. Papá dice que si alguien se cae, será costumbre de todo niño ayudarle hasta que se levante, o formar un perímetro a su alrededor, e incluso parar el slam hasta que se reestablezca por completo, con tal de evitar que pueda salir lastimado; a mí me parece sensato.

Los musiqueros, los punks —los de a de veras— son lindos y tristes, los de la anarquía solitaria, los sucios y nostálgicos, los del labio levantado hacia arriba, como si tuvieran una afta en la comisura de la boca. Los de gritos corrosivos, los de guitarrazos desaforados, los que avientan objetos, los que rompen, los que berrean afuera y dentro de los conciertos. Los musiqueros, los atormentados, los que le dan color a nuestras vidas, ellos, los de la gracia rebelde, los del grito desaforado, las botas rotas, los pantalones ceñidos, entubados, deshilachados. Los musiqueros, con su melancolía a través de la televisión, a través de la radio, en el ordenador, en la calle, señalados por todos, queridos por nadie. Ellos son las guitarras desafinadas y las baterías a destiempo, los bajos trepidantes: una oda a la unidad, a la paternidad, a la rebeldía.

Abuelos, tíos, primos, madres advenedizas, familiares de copas finas, todos pueden irse al excusado, junto con mi popó. Porque cuando papá y yo bailamos no existe nadie más. Pueden decirle adios a los jarrones toscos, la porcelana fina, los libros de mesa de café, los cuadros decorativos, todo se puede romper: en el pogo todo se vale.

Papá, he estado soñando que podemos ser el fuego esta noche, y no podemos detenerlo, tenemos que crear, tenemos que vencer el aburrimiento; la literatura es una travesura y he estado soñando que podemos ser la letra esta madrugada y no podemos parar, debemos continuar para que se siga contando nuestra historia, debemos cantarla juntos, brincar juntos, bailar al pogo juntos, y si uno se cae, el otro lo levantará, así por siempre, hasta que seamos viejos los dos, y uno de nosotros no pueda levantarse más.

Los musiqueros están aquí para recordarnos que podemos encerrar toda una vida en una sola canción, en un sólo minuto, porque un sólo minuto puede bastar para que padre e hijo puedan decírselo todo, como en una verdadera canción punk. No hay cordura en casa, tampoco violencia, simplemente nos negamos a madurar, seguiremos siendo niños; papá dice que si dejas de ser niño entonces morirás, y nadie quiere morir, pero sí te obligan a madurar; nosotros no queremos. Un minuto en el que me dejarás cuidar de ti, como en una auténtica canción punk, y nadie se derrumbará.

Que los musiqueros toquen y las plumas se eleven por el aire en una eterna cámara lenta. No caeremos, no ahora, existiremos en una indestructible canción, una melodía que seguirá reproduciéndose en mis oídos, en mi cabeza. Y cuando al final desciendas, cuando ya no estés, cuando dejes de bailar y las moscas sean tus cómplices danzarinas, yo guardaré este momento, tan sólo este acorde, tan solo este instante, y lo reproduciré para siempre, la misma canción punk. Se la pediré a los musiqueros en la calle, los que están ahí, en las marisquerías, las crepas francesas o las hamburguesas, en librerías, restaurantes, taquerías o cloacas, a los musiqueros que están ahí para eso, para hacernos recordar notas de tiempos franqueados, de brincos en la cama, de padres e hijos bailando al pogo.

 

*Cuento incluido en el libro “Monólogos de un niño inconforme”, de Alfredo Padilla (Casa Editorial Abismos, 2017). Agradecemos a la editorial todas las facilidades otorgadas para su publicación.