Carmen Galindo

La exposición Picasso y Rivera: Conversaciones a través del tiempo que estuvo en Bellas Artes, se acompañó de un catálogo de Diana Magaloni y Michael Govan que tiene el subtítulo de modernismo y arte antiguo. En efecto, cada vez queda más en claro que la modernidad fue, paradójica y realmente, una búsqueda de lo arcaico. Las máscaras africanas que inspiran Las señoritas de Avignon, de 1907, que inician el período negro, también llamado africano o protocubista, de Picasso, son la mejor prueba de este encuentro de la vanguardia con lo “primitivo”. Desde otra perspectiva, es la irrupción de lo no occidental, lo periférico. En otras palabras, si no el principio del fin del eurocentrismo, al menos su desplazamiento. (El expresionismo abstracto y el surgimiento de Nueva York como metrópoli cultural en detrimento de París, movimiento apoyado, ahora se sabe, por la Central de Inteligencia de Estados Unidos, constituyen un segundo round).

Picasso rescata sus raíces españolas al rendir tributo a las pinturas rupestres de Altamira y sobre todo a la Dama de Elche. En su novela El paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa representa a Paul Gauguin en su viaje a Tahití y más tarde a las Islas Marquesas en busca de un lugar no contaminado por la “civilización” mostrando así que la vanguardia, desde sus orígenes, va en busca de lo “primitivo” o, mejor dicho, en huida de las ciudades, de las urbes, del mundo capitalista o burgués.

Sobre Diego Rivera, el catálogo de Magaloni y Covan, recuerda:

Los valores artísticos de las pinturas murales y de caballete de Rivera de principios de la década de 1920 suscribieron el Manifiesto de Obreros, Técnicos Pintores y Escultores de 1923, de David Alfaro Siqueiros, el cual convoca a la producción de un “arte universal” en lugar de un restringido “arte nacional” y asimismo, “privilegió el arte monumental público por encima de una pintura de caballete burguesa y exaltó las tradiciones artísticas populares e indígenas de México”.

De ahí que, por ejemplo, Día de flores, de Rivera, esté acompañado por Chalchiuhtlicue, pieza mexica del Anahuacall, museo que, como es sabido, alberga la colección prehispánica de Diego Rivera. Desde luego, esto es lo fundamental, pero no se menciona que Diego Rivera participó en el Ateneo de México, grupo cultural que trató de rescatar a Grecia, ni la influencia de los frescos italianos (pinturas sobre muros) que Juana Gutiérrez documentó de viva voz con el muralismo mexicano y en particular con Rivera cuando estos frescos se exhibieron aquí en Bellas Artes.

En Picasso se destaca su relación con Las metamorfosis de Ovidio y en particular la Suite Vollard (sí, el autor de Memorias de un vendedor de cuadros). Se recuerda su obsesión por el Minotauro y con Filomela (quien también inspiró a Shakespeare su Tito Andrónico, que Julie Taymor, la directora del Rey León, llevó al cine). Entre las piezas clásicas que se exhibieron en relación con Picasso destacan Fragmento de cabeza griega (Tarento, Italia, 440-430 a. C.) que se equipara con Estudios, de 1920 y Hombre atacado por un león (Ibérico, Osuna, 100-75 a. de C.)

Curiosamente, el catálogo se ciñe a la idea de que Rivera llegó tarde al cubismo y Picasso al muralismo, no se menciona la célebre anécdota de que Diego le mostró un cuadro cubista y que días después al visitar el estudio del español, Diego encontró un cuadro cubista que ostentaba una fecha anterior, lo que provocó que Rivera en un descuido tocara el lienzo y advirtiera que, a despecho de la fecha, la pintura estaba fresca. Esta anécdota, que se tomó como una simple broma de Rivera, ahora ha sido acreditada por algunos estudiosos. En realidad, los dos provienen de Cézanne y sus jugadores de cartas, así como de algunas naturalezas muertas en que las manzanas se sintetizan geométricamente como lo hacen las espaldas de los jugadores. Dicho de otro modo, el que abrió la brecha para la irrupción del cubismo fue Cézanne y eso más allá de dimes y diretes es indiscutible.