La sujeción absoluta de los militares a las funciones estrictamente castrenses es una de las más relevantes decisiones políticas fundamentales adoptadas por los Constituyentes de 1917. Está plasmada en el artículo 129 constitucional donde categóricamente se prescribe que en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.
En su interpretación histórica, lógica, teleológica y sistemática, dicho precepto solo puede entenderse en términos de que en tiempo de paz, las Fuerzas Armadas deben permanecer recluidas en sus cuarteles y en sus funciones estrictamente militares, es decir, aquellas que están estrictamente vinculadas con la disciplina castrense, sin que les sea permitido intervenir en la vida civil.
Otras disposiciones de la Ley Fundamental corroboran ese corolario. En el artículo 16 se previene que en tiempo de paz, ningún miembro del Ejército podrá alojarse en casa particular contra la voluntad del dueño ni imponer prestación alguna. En el artículo 132 se estipula que los fuertes y los cuarteles estarán sujetos a la jurisdicción de los poderes federales. Finalmente, en el artículo 21 se estipula, sin ningún género de dudas, que la seguridad pública es una función propia e indelegable de las autoridades civiles, por lo que soldados y marinos tienen estrictamente prohibido asumir esa responsabilidad gubernamental.
Tal visión es plenamente congruente con el principio preconizado por la Carta Democrática Interamericana en el sentido de que la subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil es fundamental para la democracia. También es acorde a la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, según la cual bajo el paradigma de la sociedad democrática todas las tareas de seguridad deben ser llevadas a cabo por fuerzas de policía y no por fuerzas militares.
Ello permite entender por qué dentro del informe 2016 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, subcapítulo “Seguridad ciudadana”, se formularon al Estado mexicano los siguientes reproches: I) no haber implementado un plan concreto para el retiro gradual de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública; II) haberse abstenido de llevar a cabo acciones de fortalecimiento de la policía para realizar tareas de seguridad pública conforme a estándares internacionales de derechos humanos; III) no haber reorientado el abordaje del tema del narcotráfico de un enfoque de militarización y combate frontal, a uno con perspectiva integral, de derechos humanos y salud pública.
A la luz de lo anterior, es claro que la Ley de Seguridad Interior carece totalmente de validez jurídica pues trastoca gravemente el paradigma del Estado civilista y de la sociedad democrática y da cauce a la patología del Estado militarizado. Nuestro máximo tribunal no puede soslayar esa realidad innegable.