En ciertos momentos el azar funciona justo de manera contraria a como lo esperamos, hace que algunas personas no lleven la vida que les esté destinada, sino otra que le corresponde, una existencia quizá mejor o quizá peor, pero en verdad muy diferentes a la que, en principio, iba a ser la suya. Yo me convertí en una de esas personas improvistas a finales de 1999: acababa de leer la reciente reedición del libro La noche que llegué al café Gijón, de Francisco Umbral. Meses después tuve que viajar a Madrid y gracias al poeta Francisco Brines conocí a Umbral. La cita fue en el café Gijón para realizar una entrevista. Puntual como siempre, ahí estaba sentado tomando café y rodeado de gente. A los 15 minutos hicimos la entrevista, y después de varias horas, vencidas las perplejidades y la timidez primera, se puso en marcha una intensa relación de amistad que duró casi ocho años y que me transformó en quien nunca hubiera sido de otro modo, porque, a partir de entonces, cada uno de mis viajes a España fue una fiesta, no sólo disfruté de la compañía continua —y absorbente— de uno de los grandes narradores del siglo XX y de una persona generosa, vital y apasionada, sino que, junto a él todo se volvió una sucesión de maravillas impensables: una noche cenábamos con el poeta José Hierro, otra con el escritor Francisco Ayala; o tomar un aperitivo y un tinto en el Gijón con Antonio Muñoz Molina o Arturo Pérez Reverte… era un mundo brillante y poco real, habitado por seres que contaban historias extraordinarias, gente que no sólo pertenecía a su siglo, sino que había ayudado a hacerlo tal y como es.

Lo irreal en la vida de Umbral es certero, pues todo lo era un poco, en cierta forma. No le gustaba nada la realidad y se movía torpemente a través de ella, detestaba los problemas, las obligaciones cotidianas, prefería habitar un planeta anfibio, mitad cierto y mitad inventado, donde la literatura lo ocupase e invadiera casi todo. Uno de los principales placeres —al igual que Rafael Alberti— era hacer viajes literarios: ir en coche al monasterio de la Veruela donde Bécquer escribió sus Cartas desde mi celda; pasear por los campos donde murió Jorge Manrique; beber un poco de vino en el bar de Toledo donde infinidad de amigos escritores lo hacían años atrás. “A mí el escritor —decía Umbral— viajero no me gusta mucho, porque termina siendo un escritor turístico. Como Hemingway, que va y te cuenta los sanfermines. Pues mire, váyase usted a tomar por culo con los sanfermines. Sé que a ti te gusta viajar. Y eso no tiene por qué estar mal. La estabilidad depende de la hechura de cada cual. Si lo que te apetece es cruzar el Atlántico en una patera, pues hazlo. Pero no lo hagas forzado, no porque creas que hay que hacerlo para poder escribir o para parecer escritor”.

Con Umbral era recordar un paraíso perdido en el recuerdo, pero no en la memoria de un excelente cronista de la vida cotidiana. Un cronista de excepción que recrea con lucidez, ironía y humor la vida social, política y cultural de España, y el paisaje humano de Madrid: Diario de un snob (1974), Spleen de Madrid (1973), La rosa y el látigo (1994) y Las señoritas de Aviñón (1995).

“Los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido”, dejó dicho Proust en El tiempo recobrado. Francisco Umbral (nació y murió en Madrid, 1915-2007), suscribió esas palabras en cada párrafo de una abultada obra en cuyas páginas se empecinó en recordar y enjaular el tiempo pasado que hubiera querido vivir y que conforma su genuino paraíso: Cervantes, el Siglo de Oro español, idealizado y estilizado, los capítulos centrales de la historia de la civilización, del Egipto de Nefertari a las Cruzadas, del Renacimiento de Miguel Ángel a la Conquista. Su libro de crónicas Los placeres y los días, antología que proporciona una aproximación cabal a la obra de Umbral, descubre hasta qué punto fue siempre un extemporáneo extravagante y viscontiano, un delirante confeso, convencido de que cualquier tiempo pasado fue mejor. “El escritor es un —contaba Umbral— individuo asocial que anda suelto por las calles y no hace una vida ordenada. Es muy propicio a estas cosas, a emborracharse, a cabrearse. Sobre todo los recién llegados, que han de hacerse notar. Pero eso pertenece a otra época y es común a todas las literaturas. En la francesa también se da. Rimbaud y Verlaine acabaron a tiros”.

Entre sus libros publicados sobresalen: La noche que llegué al Café Gijón (1977), Diario de un escritor burgués (1979), Memorias de un hijo del siglo (1986), La forja de un ladrón (1997), Mortal y rosa (1975) o El socialista sentimental (2000), entre sus obras narrativas; Larra, anatomía de un dandy (1965), Lola Flores, sociología de la petenera (1971), Ramón y las vanguardias (1978), Tierno Galván ascendió a los cielos (1991). Su prolífica labor fue reconocida con casi todos los premios literarios de Hispanoamérica: el Nadal, 1979, el de la Crítica Narrativa en 1991, el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1996 y con el Cervantes en el 2000, entre muchos otros.

Francisco Umbral es y será, como escribió Bécquer, yedra de las ruinas, pues envuelve el pasado con la frondosidad de la memoria nostálgica y se apodera de la historia reescribiéndola, embalsamándola con el deleite de esa prosa suya tan afín a Azorín y a Pío Baroja, almidonada y prístina, de la que nace el concierto de un clásico dandi de la vida cotidiana madrileña de finales del siglo XIX, lleno de historia, belleza y palabras.

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