Palabra, imaginación y técnica, generan las virtudes estilísticas necesarias para crear una obra convincente y, en ocasiones, perturbadora, puesto que sólo a partir de un agudo conocimiento del mundo, el lenguaje funciona a la perfección. En la práctica, lo que prevalece en la cadencia versicular no es lo que la gramática indica, sino lo que el oído percibe. “El verso, independientemente de la rima y la metáfora, no es más que una elemental organización de la música contenida en el lenguaje”, arguye Navarro Tomás (Cf. Arte del verso, 1959). Por eso el poema no responde a una realidad absoluta, ni se basa en simples “acentuaciones, escandimientos, o ritmos preconcebidos”, sino que obedece a una dinámica más interna, con atisbos de “ternura incontaminada”, porque después de todo —según Robert Graves— el verso es la norma con la que un poeta relaciona su ritmo personal.

Ritmo e imagen integran una unidad indivisible porque de alguna manera esa sonoridad corresponde a un diseño fónico, a una forma de respirar. El ritmo particular, se basa en la respiración que se ofrece a través del verso y en la selección del lenguaje: percepción emocional. Para quienes abordan el ámbito sexista, invocando la necesidad de dar voz a la mujer, preciso que la historia demuestra que la presencia femenina es capital. Madre de familia, hija, Musa o Creadora, la mujer es el centro del mundo. Su presencia e importancia data desde el Paleolítico, con las sociedades tribales que adoraban a una Diosa Madre y cuyas sacerdotisas eran, obviamente, mujeres.

Los orígenes de la humanidad, según Johan Jacob Bachofen (1815-1887) no se explican sin El derecho materno, signo y supremacía de la mujer, aunque posteriormente los críticos manejaron el término matriarcado. Bachofen parte de dos principios: el femenino (representado por Isis) y el masculino (cuya manifestación es Osiris) y dos tipos de maternidad: el heterismo de Afrodita, con hijos “sembrados al azar”, puesto que aún no existe la monogamia y, previamente, los ritos de fecundidad dedicados a la Diosa Madre.

Durante la Edad Media, por ejemplo, hubo reinas que modificaron su entorno, figuras femeninas que, en un momento dado, han servido de modelo, como Eleanor de Aquitania (madre de Ricardo Corazón de León y de María de Aragón), quien incluso modificó el tablero de ajedrez, con la reina moviéndose para todos lados (y retirando al par de reyes originales); es sabido que también hubo juglaresas relevantes. Guillaume de Poiter, el primer trovador, indicaba: “La mujer que inspira amor, es una diosa, y merece culto como tal”. Y Robert Graves, en La diosa blanca, precisa: el hombre le sirve a la mujer y el poeta a la Musa. Durante el Renacimiento, las beguinas iniciaron movimientos feministas de importancia, generando casas de asistencia donde se enseñaban diversos oficios a las mujeres y asumiendo funciones de teólogos, frente al escándalo de los religiosos varones.

Pero si el habla protege y distingue a los seres humanos y forma parte de su entorno, de su historia, a nivel de expresión emocional, ¿existe, literariamente hablando, una voz masculina y una voz femenina?, ¿es posible determinar, en el texto, el género del autor? Diferente a la del varón, la respiración de las mujeres establece un cambio rítmico a través de pausas y palabras seleccionadas. Al respecto, Octavio Paz, en una charla con la Dra. Jean Franco, registra a la voz masculina como una voz universal, trascendente, abstracta, mientras que a la femenina la marca como una voz confesional, intranscendente y nacional (en el sentido de oriunda, particular). Lo masculino como modelo ecuménico, colectivo, frente a lo baladí de la voz femenina.

La fuente de la inspiración femenina, es el habla familiar. Literatura en transgresión, las señoras pretenden decir la verdad a través de la repetición de un lenguaje: cuando se reconcilia con la reiteración les ayuda a expresar su discurso. “La poesía de la mujer es repetitiva, circular, sentencia Mariane Tousaint (Cf. “Apuntes sobre la poesía erótica mexicana escrita por mujeres”, en Ensayistas de tierra adentro, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 1994, 65-76 pp.). En algunas poetas como Elsa Cross (1946), Elisa Ramírez Castañeda (1947), Coral Bracho (1951), Carmen Boullosa (1954), Verónica Volkov (1955), Myriam Moscona (1955), Blanca Luz Pulido (1956), Malva Flores (1961), Lizbeth Padilla (1961), María Baranda (1962), Claudia Hernández de Valle-Arispe (1963), Adriana Díaz Enciso (1964) y Mónica Braun (1965), por ejemplo, los aspectos metonímicos, la contundencia de su expresión trascienden la experiencia sexual y la transforman en experiencia estética.

La intensidad y fuerza erótica de algunas otras “radican precisamente en el misterio y la tangencialidad de la palabra”. Permanecen vigente debido al asombro, concebido como “fuente inagotable de sensaciones que pueden comunicarse a través del lenguaje poético”, comenta Carmen Villoro (Cf. Mujeres que besan y tiemblan. Antología mexicana de poesía erótica femenina, Barcelona, 1999). En la mayoría prevalece la mirada pretérita, resonante de nostalgia, mitos y ecos distantes que ofician con intensa reverberación.

Por supuesto que la escritura femenina, al igual que la del hombre, se desarrolla en un espacio estético y un silencio determinado a través de la imaginación. Escribir como mujer es “sacar a la luz el propio lenguaje” y así como la mujer tiene la capacidad de gestar un hombre, un ser humano, ella gesta su lenguaje. Es creadora, por sobre todas las cosas, pese a que muchos otorgan a la mujer la irracionalidad y la magia como alusiones constantes. Algunos autores argumentan que la poesía producida por mujeres provocó en ciertos momentos “incomodidad” entre los grupos de poder. Acaso por su misma naturaleza y condición cultural, durante mucho tiempo la voz femenina fue invisible al lector común y a la crítica. Es obvio que el poeta, desde su ámbito emocional se concibe como un individuo particular en la vida social; en el caso de la mujer, históricamente viene ser a esa especie de voz oracular que enuncia, anuncia, y denuncia el andar de su propia cultura.

En Las conspiradoras. La representación de la mujer en México (FCE, México, 1994), la Dra. Jean Franco argumenta que la rigidez del sistema gubernamental inhibió las expresiones sociales y, por supuesto, artísticas, de las mujeres en México. Por eso hubo inmovilidad lírica-expresiva. Al respecto, acaso sea prudente realizar una revisión histórica del desenvolvimiento de la sociedad mexicana a través de la tesis central de la Dra. Franco: desde la llamada Conquista, la Iglesia judeocristiana ha estado vigente con un discurso “piadoso”, adaptado más tarde por los liberales juaristas —la mujer escolarizada para ser modelo de virtud y madre ejemplar, no precisamente para independizarse— y que aparentemente se modifica en la perorata de Estado como expresión de poder.

Desde mi particular perspectiva, preciso que mientras en el continente permeaba la turbulencia centro y sudamericana y la Guerra Fría aportaba su ingrediente terriblemente demoledor por la carrera nuclear armamentista, México permanecía en un “presente perpetuo”, en una burbuja tricolor en virtud de su sistema sociopolítico, basado en un partido hegemónico, que condenaba a la inmovilidad crítica, reflexiva.

Los escasos movimientos sociales fueron reprimidos con brutalidad, como la huelga ferrocarrilera del 58, con Demetrio Vallejo a la cabeza; la de los maestros; el asesinato de Rubén Jaramillo, la militancia teórica y práctica del escritor José Revueltas, etcétera, cuya herramienta expresiva fue la palabra y su postura política congruente con su ideología. En los 60, nuevas instituciones compiten por el poder interpretativo con la nación y la religión. Los medios de comunicación subvierten en algunas instancias los ideales nacionales, con aspectos emancipatorio, como se observó durante 1968, con el movimiento estudiantil. La presencia femenina también fue avasallada en este periodo histórico. Algunas autoras, pese a su objetividad y sentido crítico —como Griselda Álvarez (1913-2009) y Rosario Castellanos (1925-1874)— terminaron sirviendo al régimen en diversos cargos gubernamentales, mientras que otras —Margarita Paz Paredes (1922-1980) y Thelma Nava (1932), por citar otro ejemplo— ante la imposibilidad de acceder a los grupos literarios del momento, se inclinaron hacia la izquierda. Enriqueta Ochoa (1928-2008) simplemente fue borrada de los registros críticos de la época. En la actualidad, la poesía escrita por mujeres recupera diversidad y calidad.