El olvido es el verdadero  sudario de los muertos. George Sand

El 6 de febrero de 1968 se inauguró, en las salas 1 y 2 del Palacio de Bellas Artes, la primera exposición del Programa Cultural de los XIX Juegos Olímpicos organizados por nuestro país, fue el aporte del Ecuador en el pincel de Oswaldo Guayasamín, cuyas angustias y soledades plásticas, lamentablemente, nueve meses después se verían reflejadas —el 2 de octubre— en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.

Días antes, el 19 de enero de 1968, el Palacio de las Bellas Artes se engalanó con motivo de la inauguración oficial de este singular evento, aporte sustantivo a un programa eminentemente deportivo que debió su éxito al tesón del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, presidente del Comité Organizador de la justa deportiva, cuyo sólido compromiso con la cultura mexicana logró vencer las reticencias del Comité Olímpico Internacional, enalteciendo el valor intrínseco de la paz como promotora de la cultura.

Desde abril de 1967, Ramírez Vázquez personalmente convenció a 91 países de los 113 participantes a las justas deportivas y sumó a seis naciones que, entusiastas, se incorporaron a la propuesta mexicana, a pesar de no participar en la hazaña atlética.

Coronaba la gesta del artífice del programa cultural, el reconocimiento gubernamental y el de las autoridades olímpicas internacionales, que, en la voz de su presidente, el atleta estadunidense y quinto presidente del COI, Avery Brundage, expresó ante el auditorio que colmaba Bellas Artes: “en la historia de los Juegos Olímpicos, se recordará que fue México, un país relativamente joven, quien abrió el camino de regreso a la pureza, belleza y sencillez de los antiguos Juegos Olímpicos”.

Este elogio fue rubricado con la presentación del Ballet de los Cinco Continentes, integrado por coreógrafos y bailarines de seis países coordinados por la extraordinaria Amalia Hernández, quien supo armonizar las visiones y las técnicas de los grandes maestros participantes, a grado tal que ese ballet obtuvo sonados éxitos en la larga temporada en la ciudad y en las trece ciudades de la república en las que se presentó.

A partir de esa noche, las diversas culturas del mundo comenzaron a marcar con su pulso la agenda cultural de la ciudad y, con ello, empezó a tener sentido cotidiano el lema olímpico “Todo es posible en la paz”, rubricado por la paloma diseñada para los XIX Juegos Olímpicos por Lance Wyman, símbolo que fue cuestionado por la represión al movimiento estudiantil, cuyo sangriento desenlace —el 2 de octubre, a tan sólo diez días de la inauguración— mortificó la Olimpiada Cultural, al grado de su total disolución, en el imaginario colectivo de México y del mundo.

El temor y dolor social, el desprecio gubernamental y la reacción internacional ante el brutal rostro represor exhibido por el gobierno mexicano confeccionaron ese sudario descrito por la baronesa de Dudevant, la genial escritora francesa George Sand, quien calificó el olvido como el hilo de esa mortaja que envolvió a nuestra Olimpiada Cultural.