Ricardo Muñoz Munguía

La herida tiene varios elementos de brillante filo que la hacen cada vez más amplia, sugiere no detenerse, se despliega de tal modo que parece abrir los cuerpos por completo, los que levantan su voz por encima de la vitrina que los sostiene/guarda la muerte con sus diversas formas de presentarse, mucho más allá de su figura literal; aquí, en este brillante trabajo poético que nos ocupa, es ver los surcos donde la sangre atraviesa los cuerpos, la memoria, el desencanto de la infancia ida, el hermano tan innegable de enorme presencia, el alma capturada en la enramada, los sueños que como arañas atrapan para inmovilizar, los temores ajenos que se vuelven más nuestros, el instante de guitarras que alumbra precisamente el momento que no nos pertenece, y la casa, la de pasillos insomnes con flores/sombras que dibujan el jardín de la desesperanza, boca de la herida, hogar ubicado en la frontera del día y la noche, de paradójica fe que clama. “Oh, casa de los heridos,/ cuando en la hora del quebranto te visite,/ abre para mí los ojos llorosos de los iris,/ el puño de las anémonas,/ la boca de los anturios,/ el consuelo de la hortensia/ y del narciso.// Templo del instante florecido,/ devuélveme la mansa gracia/ de las fresias, la resignada belleza/ de la caléndula:/ sáname, recíbeme, resucítame”.

La escritora María Rivera (Ciudad de México, 1971) ha obtenido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su libro Hay batallas y actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. A su obra se enlista el breve volumen La casa de los heridos (Parentalia, México, 2017), en el que se unen varios elementos que por igual son esencia del trabajo conjunto de Rivera. No puedo soslayar la mención de que estos poemas se dejan ver a medias, es decir, un sabor incompleto del completísimo nombre que enmarca esta plaquette, que apenas permiten mostrar la entrada a una casa enorme, donde la herida continúa, ¿continúa? Sin embargo, los versos encumbran ese sitio de dolor, del que se encarga la fuerza de la tinta de la poeta, quien desbroza el camino de voces para hacerlas llegar a la página “—No escribimos poemas/ sobre las víctimas sino sobre hechos— los labios/ de la herida floreados, su belleza/ prestigiosa, dije, mientras pensaba en la nieve/ disipándose, extinguiendo/ la mano leve del poema donde pasan cosas/ rebosantes de tiempo: su fulgor// hundiéndose en los hechos: estética”. Así, el cuerpo del poema muestra la caricia, serie de imágenes que irrumpen el placer de la fiesta con el gozo del correr de la palabra, hasta arribar al templo de la sangre más nuestra, escritura de sangre.