Por Beatriz Reyes Nevares*

 

Junto con el retrato, el cuadro costumbrista y el lienzo de asunto religioso, el paisaje es uno de los grandes géneros pictóricos de nuestro siglo XIX.

Ramón Xirau, en un ensayo muy corto pero muy bueno que encabeza el catálogo de la exposición “Paisaje mexicano en el siglo XIX”, (Galería de Artes Plásticas de la Ciudad de México), aclara algunos puntos importantes sobre la aparición y el florecimiento de los maestros de ese arte, desde Rugendas hasta Velasco.

En primer término observa Xirau que el paisaje es cosa de muy del gusto de los románticos. En efecto, aquella tendencia ponía los ojos con mucho amor en la naturaleza; a tal punto, que imaginaba ver a ésta conducirse de acuerdo a sus vaivenes sentimentales. ¿Qué el artista —poeta, novelista, pintor—estaba alegre? Pues el paisaje le hacia segunda. Era alegre también. Y si estaba melancólico sucedía otro tanto. En los dramas románticos, cuando el héroe está a punto de morir en las condiciones más truculentas que pueda uno imaginarse, el cielo se ennegrece, azota el rayo y el bosque genera una serie de sombras terroríficas. Pero en fin, el hecho es que ese modo de sentir, esa especial concepción del hombre y del mundo que se conoce como romanticismo, dio origen a toda una caudalosa corriente de grandes pintores paisajistas, no sólo en México, sino en general en todos los países.

Por otra parte, el siglo XIX es el de las grandes inquietudes científicas. El hombre desea conocer a la naturaleza. No sólo cantarla y sentirla cerca de sí. Necesita investigar, observar, formular descripciones fehacientes de todo cuanto tropieza en el camino. Es el siglo de Humboldt y de Darwin. De los grandes naturalistas que avanzan por los mares y los continentes cargados de instrumentos de cuadernos; y que son hábiles para anotar de palabra lo que ven cómo para dibujarlo. 

De estas dos condiciones —la entrega sentimental a la naturaleza y el afán científico— nace el paisaje. Y de ambas condiciones participan los que lo cultivaron entre nosotros. Xirau indica que Velasco, el más alto de ellos, tiene en algunos lienzos minuciosidad de botánico. Otros la tienen de geólogo.

Y todavía hay otra nota: ese mismo espíritu de observación que el hombre del siglo XIX desarrolló respecto a ala naturaleza circundante, se manifiesta en relación con el medio social. De ahí viene ese género literario conocido como “artículo de costumbres”. Larra y Mesonero tuvieron en España un gran éxito con sus descripciones —y burlas—, de tipos populares, de hábitos y vicios; y hubo una pintura costumbrista. Pero hay, en materia de paisaje, cuadros que pertenecen a las dos tendencias. Quiero decir que son la mitad paisajes y la mitad cuadros de costumbres. Recuerdo uno de Juan Moritz Rugendas en que reproduce las Cumbres de Acultzingo. Domina la serranía y el trazo formidable de las barrancas; pero hay en el centro de la tela unos arrieros que, por sus vestidos, su forma de montar, sus actitudes, forman un típico grupo costumbrista. Y como este cuadro de Rugendas hay muchos más.

Divide Xirau la historia del paisaje mexicano el siglo XIX en dos periodos. El primero se abre por el año 30 y el segundo de 1855 hasta 1900. En el primero descuellan Rugendas, de Gros y Egerton; en el segundo, Landesio (el maestro) y José María Velasco.

José María Velasco. El Citlaltépetl.

Dice Andrés Henestrosa que una vez le dijo Diego Rivera que Velasco era el mejor pintor del mundo. Juicios muy elogiosos sobre Velasco pronunció Rivera en público y dejó por escrito. Es uno de los “grandes” de nuestra pintura y de la pintura en general. Si pudiera dudarse esto, no hay más que verlo. Ver sus cuadros, sus Valles de México, sus lontananzas, su aire que recoge los rayos del sol y vibra y va velando los últimos planos a la vez que deja ver con claridad absoluta los primeros.

Sobre la riqueza del paisaje mexicano del siglo pasado puede juzgarse por la abundancia de cuadros y de autores en la exposición que comento. Sesenta y dos cuadros son, evidentemente, muchos cuadros. Los autores no llegan a ese número, pero sin embargo, forman una nómina muy extensa.

¿Y qué pintaron estos maestros? Pues casi todos ellos se dejaron cautivar por el Antiplano. Escenas de tierra baja, hay pocas. Dominan los amplios horizontes, las altas montañas al fondo. Y sobre todo se dejaron cautivar por el Valle de México. José María Velasco no fue el único. Antes de él casi todos sus colegas describieron el Valle, que es nuestro paisaje clásico.

Paisaje clásico no sólo por sus características físicas, sino por su contenido cultural. Creo yo que nuestro Valle es uno de los sitios del Continente en donde la Historia ha trabajado más y por mayor tiempo. Aquí se han tejido y destejido muchas cosas. Bajo los volcanes se han sucedido varias culturas y han pasado los personajes más notables. Por esto el paisaje del Valle no es algo de naturaleza puramente física.  Aunque no se capte de él más que el dato geológico, vegetal y zoológico, su apariencia (cualquiera que sea el ángulo que elijamos) tiene tal poder de evocación que llama, en el acto, a la memoria del espectador, innumerables rostros y anécdotas. Es imposible concebir los volcanes —y lo mismo acontece con la antigua laguna o con la antigua capital— sin imaginarnos todo lo que les es inherente en materia de historia.   

Xirau dice que Velasco nos propuso un Valle de México que ya no es el Valle de México natural, sino el que él —Velasco— concibió con su sentido poético. ¡Es verdad!, pero desde antes de Velasco del Valle  ya no era naturaleza desnuda, sino naturaleza investida, por el hombre, de una calidad que ella por sí sola no puede adquirir.  

*Texto publicado en el suplemento La Cultura en México, el 7 de julio de 1965. Número 117.