Carlos Santibáñez Andonegui
Kyra Galván inserta ficción dentro de la historia: el naufragio de un barco de la Nueva España, que iba a Acapulco de regreso a México en el siglo XVII, hace luz sobre la historia que alumbra el hecho, juego de luz comparable al de la libélula: momento de vivir la vida al máximo. Un paso más allá de la luciérnaga, que prende su pancita buscando amor, —y del que aquí tenemos todavía en Tlaxcala un santuario turístico— libélula es aquí el equivalente al puente que comunica con la muerte.
El hecho real es uno de esos naufragios ocurridos entre Filipinas y Japón, al que antecedió el de los tristemente famosos frailes franciscanos asesinados en Nagasaki por los japoneses. Pero el naufragio que nos ocupa ocurrió al venir el siguiente gobierno de Japón, más abierto a la evangelización, y está en un documento cuyo original se conserva en el Museo Británico: la Relación y Noticias del Reino del Japón, por Rodrigo de Vivero y Aberruza, criollo nacido en México en 1564, nombrado gobernador de Filipinas por su tío el Virrey Luis de Velasco y que, tras entregar el cargo, fue atrapado por un terrible tifón que destruyó el barco frente a las costas de Onjuku, en Japón.
Existe la psicología del desastre. El personaje Álvaro en cuyo diario se basa asimismo Kyra, confiesa haber vivido “una situación que nos ha puesto en límites desconocidos a todos”.
Existe el mal social pero también, el mal sobrenatural. La experiencia demuestra que hay cierta correspondencia entre ambos. El naufragio en comento permite establecer relaciones comerciales entre los españoles y un japonés que era como el general de generales: la cabeza militar del Japón. Por eso, cada 30 de septiembre se hace una ceremonia en el pueblo de Otaki para rememorar el inicio de las relaciones comerciales entre ambos países.

Si bien esta incursión mexicana fue fortuita, marca un hito en el choque cultural oriente-occidente, el cual, por internacionalizados que estemos siempre existirá. Las mieles de la Occidentalidad son el método, lo comprobable, el cálculo frío que deja fuera todo lo otro, lo incalculable, se le podría aplicar la divisa de “no medible, no pesable, por lo tanto desechable”. Oriente en cambio es tantas cosas, fantasía, misterio, perla, todo está en la novela de Kyra, también poeta de quien Bañuelos decía a quienes íbamos a su taller en Rectoría: “Va y viene al corazón de la realidad, accediendo a la ternura entre la vida doméstica”.
La vieja Nao de China de Manila a Acapulco, tema de escritores como Lizardi y Benítez, transportaba mercancía a Nueva España, no sólo especias sino plata y unos crucifijos preciados, porque no pesaban; uno de ellos lo deja, en la novela, el náufrago Álvaro de las Casas, a una pescadora que se le entrega en cuerpo y alma.
Ella pertenecía a ese grupo de pescadoras llamadas ama, que bucean a pulmón para rescatar ostras del fondo marino: son arrebatadoras de tesoros al mar que todo lo arrastra, pero al ver los despojos del barco que avanza a ellas, se arrojan al rescate de los sobrevivientes aferrados al mástil, las ventanas o cualquier pedazo de madera y los hacen volver a la vida abrazando sus cuerpos, a los que les transmiten su calor. A Álvaro, el secretario de Rodrigo de Viveros le salva la vida una pescadora a quien llamaban Tonbo, su nombre era Nanami, pero así le decían porque de nacimiento tenía detrás del cuello la marca de una libélula. Mientras lo cuida, oculta respetuosa, su amor, pero al final no aguanta las ganas y se le entrega el día de la partida.
En la mitología del desastre se entremezclan lo dulce y lo amargo. El colmo que vive Álvaro, es el de embarazarla pero después aún peor: embarazar también a otra mujer; el misterio está en que a las dos las hace infelices sin saberlo, y se salpica él de tanta infelicidad. ¿Por dónde podía haberse cortado ese nudo?
La Galván lo corta mediante un elemento: lo sobrenatural. Crea dos historias que van avanzando y lo que parece casi imposible, al final se entrelazan. Sorprende cómo encajó con tal maestría su novela en la crónica: Diario de Álvaro de las Casas, criollo de la Nueva España.
La acción se cuenta desde muchos ángulos. La voz no es una sola, sino diversas voces con visión de conjunto. La parte moderna, en primera persona, la narra una mujer, que acompaña a Japón a su marido como nuevo representante de un banco: Erika, enclaustrada en el patio del silencio social, a quien se le suicida su mejor amigo. Ella crece por dentro como personaje. De ser un ama de casa con su pequeña hija que apenas roza en lo profundo la va ganando la belleza de Japón, sus templos, su cultura, y es precisamente a ella a quien asaltan raptos sobrenaturales: Un monje budista se le aparece en el jardín de las libélulas para confiarle la verdad oculta: ha venido al Japón a pagar un guiri. Ella pregunta cómo lo sabe, él le contesta: “Por el sello de la libélula que llevas en el cuello”. Japón alguna vez se llamó isla libélula, dado que desde lo alto, las islas semejan la forma de una libélula, insecto respetado en Japón entre otras cosas, porque se come al parásito del arroz.
¿Qué es un guiri? Una obligación que no se deshace ni con la muerte. Por tanto hay que cumplirla, aunque sea en otra vida, en otro siglo y con otro cuerpo.
La sugerencia es para los cineastas: aquí hay material. Si Tom Cruise en El último samurái nos remite a un Japón todavía suspendido entre lo medieval y lo moderno, aquí, la divertida mezcla de lo sobrenatural y el humor ganaría taquilla porque tiene de todo: tema, romance, sexo. Sólo falta la garra del cinematógrafo.
Kyra Galván, El sello de la libélula, Ediciones B, México, Vergara; 2017.


