Lo que suele llamarse “amor” es una de las muchas manifestaciones de la sexualidad humana. Esta sexualidad recorre mente y cuerpo desde el vientre materno hasta la muerte y es un fenómeno biológico, natural, del que nadie puede escapar, pero esto no ocurre con los distintos modos de entenderla y ejercerla. Al hablar de esos modos, entramos ya en el terreno de los fenómenos culturales. El erotismo, uno de ellos, es la transfiguración de la sexualidad humana por medio de la razón y la imaginación, pero en el erotismo no necesariamente hay amor. ¿Qué es el amor? En principio, otro fenómeno cultural, pero más abstracto y polisémico. Si se desea concretar no es otra cosa, al menos para mí, que la atracción hacia la otredad o alteridad para transformala y dejarse transformar por ella, siempre en el sentido del placer y no del dolor: es un diálogo placentero de alteridades. Quienes entienden o quieren entender el amor como dolor o padecimiento sólo fuerzan dicha atracción y, como es natural, al forzarla dirigen la experiencia hacia el hartazgo, el fastidio o a algo mecánico, despojado de dirección.

Lo que se llama amor-pasión (como padecimiento) es una manera narcisista (casi solipsista) de comprender esa atracción, puesto que se ama más la idea que se ha fabricado del otro que al otro como tal: se ha inventado al otro a partir del yo, y no transformado a partir de la experiencia de dos o más conciencias. El amor-pasión es la tiranía, la supremacía del yo sobre el otro (o sobre los otros), al grado de que incluso se puede anular a ese otro, de modo que la experiencia transformante se da en otro sentido: en el dolor, en el padecimiento (envidias, celos, rencores, afán de controlar, resentimientos son avatares de esa dirección negativa).

Hay tantas maneras de entender el amor como individuos conscientes, quienes más allá de dejarse llevar por el instinto sexual o los impulsos emocionales, aplican una dosis de racionalidad a la experiencia y por eso mismo la califican de “amor”, idea tan abstracta como cualquiera otra (“justicia”, “libertad”, “éxito”, “bien”, “mal” y un innumerable etcétera). El mal es el desorden y depende del contexto espacio-temporal (leyes, normas que nos rigen, por ejemplo). Con el amor ocurre algo semejante: es una abstracción. Tan es así que en nombre del amor, como también del “pueblo”, de la “humanidad”, de la “libertad” o de la “justicia” y el “bien”, se ha cometido gran cantidad de atrocidades. Todo se dirige a su contrario y el exceso de atracción, el amor desmedido por algo, puede repeler, generar tedio, odio, repulsión o incluso destruir. Así como el exceso de vida produce muerte (véase la sobrepoblación en el ámbito mundial), así el exceso de amor también mata. Yo no creo en el amor y por ello mismo soy capaz de amar en lo concreto. El llamado “amor universal” que nos venden las religiones cristianas (incluida la católica) es una aberrante abstracción platónica que ha generado odio y afán de controlar. La inquisición, por ejemplo, fue producto natural de ese amor: torturo y quemo tu cuerpo para salvar tu alma, ya que le pertenece al Dios que te ama y que te otorgó libre albedrío, pero lo ejerciste como Él no quiere que lo ejerzas. Giordano Bruno fue una de las cientos o miles de víctimas de ese amor.