Cuando Ludwik Margules (1933-2006) dirigió Ante varias esfinges (1991) ya Vicente Leñero (1933-2014) había abierto brecha en el conocimiento profundo de Jorge Ibargüengoitia (22 de enero de 1928-26 de noviembre de 1983), con la publicación de Los pasos de Jorge (1989) biografía ensayística que presentaba a un Jorge Ibargüengoitia de carne y hueso, con amores y pasiones y, sobre todo, con una gran pasión por la vida, esa pasión que distinguió al total de su obra narrativa, periodística y dramatúrgica, y que hoy, a noventa años de su nacimiento, lo refrenda como uno de los más grandes escritores del México contemporáneo. Ibargüengoitia, una de las figuras más relevantes en el firmamento de la literatura mexicana, en su vida ha sido entrevisto con no poco interés, pero sin duda el legado biográfico de mayor peso en torno suyo lo representa Los pasos de Jorge, ensayo magistral de Vicente Leñero, donde el autor de Ante varias esfinges (1959) queda retratado con enjundia y lucidez por el autor de Martirio de Morelos, Nadie sabe nada y Vivir del teatro. En este excelente ensayo Leñero se interna —de nueva cuenta— en la profusión documental y testimonial afines a su estilo, para ahondar en la vida y obra del Jorge Ibargüengoitia, escritor y dramaturgo. En su momento, mucho se criticó el que Leñero “irrumpiese” en la vida personal del autor de El Atentado (1963), dejando de lado el riguroso estudio —necesario, se insiste— de cada texto dramático ibargüengoitiano. La crítica pudo parecer atinada, pero no lo era del todo, y más podría parecer —en mucho— un producto de puritanas e hipócritas visiones, ya que la intención de Leñero no era sino vivificar la biografía de uno de los más explosivos, controversiales y originales dramaturgos de la segunda mitad del siglo XX en México. Lo logró. Con grandeza de ánimo y estilo. El abordaje de Leñero a la vida de Ibargüengoitia resulta más que interesante, por todo cuanto descubre del autor de Susana y los jóvenes (1954), Clotilde en su casa (1955), originalmente titulada Un adulterio exquisito, La lucha con el Ángel (1955) y Llegó Margó (1959), desde su intimidad, habitando (por medio de humana coherencia) sus relaciones —de amor, pasión, recelo y emotividad desbordada—; su desdichado amor por la también dramaturga Luisa Josefina Hernández, por un lado y, por el otro, en el campo profesional, su conflictiva relación con Rodolfo Usigli, su mentor. Partiendo de esto, no parece innecesario señalar que muchas veces la vida privada de un escritor descubre más datos fidedignos, detonantes de (y para) el análisis certero de su obra. Y en Los pasos de Jorge, con ágil estilo expositivo y nutrida gama de recursos estilísticos, con los cuales va enhebrando los datos biográficos de creador de Cuévano, Leñero da cuenta de ese amor contrariado —infausto, bien podría decirse— de Ibargüengoitia por Luisa Josefina Hernández y esa relación tan acre con su maestro Rodolfo Usigli, que osó “desconocerlo” entre sus discípulos “dilectos”, en una entrevista sostenida en 1961 por el autor de El Gesticulador con Elena Poniatowska a quien, a pregunta expresa, el dramaturgo habla de los autores mexicanos para él representativos en ese momento, sin tomar en cuenta a su discípulo más cercano, Ibargüengoitia, éste habría de estallar así: “¿Por qué no me menciona a mí? Yo también quiero estar en la constelación. Quiero ser santo y estar en el calendario. No es posible que se haya olvidado que existo, porque el otro día estuvimos tomando copas en el Balmer. Es verdad que no soy tan seriamente entregado como Luisa Josefina, ni tengo tantas posibilidades cómo [Fernando] Sánchez Mayanz, pero si habla de [Raúl] Moncada porque está trabajando en un Cuauhtémoc, yo tengo derecho de que hable de mi…”. Un palpable resentimiento en contra del ninguneo de que era víctima por parte del entonces Patriarca de la Dramaturgia Nacional, acendraba en la conciencia del joven dramaturgo Jorge Ibargüengoitia.

Si Ibargüengoitia se autoexilió del teatro, para mal de éste y beneficio de la narrativa, siendo siempre un escritor contestatario que ofrecía los aspectos menos habituales de los asuntos que tocaba a través del humor negro, ya fuese en el orden histórico-político o en el íntimo, como contraparte de la Novela de la Revolución, en novelas como Los relámpagos de agosto (1965), Maten al león (1969) o en su pieza El atentado, resulta imposible no entender los golpes de la vida que recibió Ibargüengoitia conduciéndolo a una tremenda decepción por la escena, fincada sobre todo en su conflictuada relación con Usigli y Hernández. A través del recuento englobado por Leñero en Los pasos de Jorge, el lector se topa con un Ibargüengoitia de contundente desnudez interna; con un hombre (creador-artista) contradictorio, en un irrenunciable rol protagónico de su momento histórico. Enfrentado a su propia vida. Y en el caso de la vida propia reflejada por Ibargüengoitia en su dramaturgia, Leñero revela lo que predijo una de las obsesiones temáticas del escritor guanajuatense: la pasión amorosa vuelta jirones por el desinterés de la mujer. Y cita, en razón de La lucha con el Ángel al propio Ibargüengoitia desentrañando el tema en el relato “La vela perpetua”: “…empecé a sentir que me habían despojado de algo que me pertenecía y escribí La lucha con el Ángel en donde a uno de los personajes lo despojan de algo que le pertenece”. Ibargüengoitia se sentía despojado del teatro al que acarició como una de sus máximas ilusiones como escritor profesional en un principio. Pero en La lucha con el Ángel, la pertenencia es una mujer y el amor que no puede brotar pleno, más allá de la consumación sedentaria del matrimonio civil y religioso.

El cometido que llevó a Vicente Leñero a rastrear Los pasos de Jorge fue investigar sociológicamente, humanamente, la plausible angustia de un escritor que, como casi todos, contó su vida en la escritura persiguiendo la obra de arte. De un dramaturgo que renunció al teatro, acaso demasiado agobiado por la intolerancia del medio hacia su agresiva visión crítica del mismo, pero un dramaturgo que retrató de manera incondescendiente al mexicano de su época, desde un realismo irónico, de pronto sempiterno, pero siempre muy pujante en su conceptualidad y en su desnudar a la familia como una entelequia en constante reacomodo de sus vicios privados y sus virtudes públicas, en eterno desbarre hacia la decadencia y que, no obstante, aseguró Octavio Paz, plantea personajes que, aunque “rústicos”, no dejan de exponer una complejidad no distante, ni distinta a las de Dostoievski y Proust en su literatura.

En su señero montaje de Ante varias esfinges, Margules encontró realmente la auténtica impronta del humor ibargüengoitiano, al grado de que él mismo quedó desconcertado ante la recepción del público que reía a mandíbula batiente con los parlamentos y las enloquecidas circunstancias escénicas. “¡De qué se ríen! —me expresaba Margules agobiado el día del estreno—. ¡Si yo la hice en serio!”. El asunto era sencillo, pues, volviendo a Paz, los “rústicos” personajes ibargüengoitianos planteaban sus complejidades con una acritud humorística que no podía menos que confrontar al espectador consigo mismo, a través de la risa.

Humor y las carcajadas que siguen poseyendo una vigencia absoluta en el escarnio de la complejidad del mexicano actual es lo que fluye en la obra entera de Jorge Ibargüengoitia quien, a 90 años de su natalicio, sigue siendo uno de los escritores más jóvenes y punzantes de México.