A diferencia de lo que ocurre con la renovación de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, la conformación del Poder Judicial no depende del voto ciudadano y esto le imprime una falta de legitimidad democrática de origen. Tal déficit se agrava con el hecho de que el máximo tribunal no rinde cuentas a la ciudadanía, ni a nadie, en torno a las determinaciones adoptadas en relación con los hard cases, los casos difíciles o trascendentales para la vida del país.
Escudados en el dogma del arbitrio judicial, los ministros de antaño y de ahora no han explicado públicamente el porqué resolvieron como resolvieron, entre otros, los expedientes relativos a la fórmula del anatocismo o intereses sobre intereses, la reforma laboral, la reforma educativa y la consulta popular sobre la reforma energética.
Ese margen de discrecionalidad propicia el uso desviado de la función jurisdiccional en favor de intereses ajenos a los de las grandes mayorías. Lo mismo ocurre en otras latitudes en las que, empero, dicha patología está siendo enfrentada con nuevos paradigmas jurídicos y políticos. Tal es el caso de la teoría de la justicia dialógica impulsada en Latinoamérica por los juristas argentinos Carlos Nino y Roberto Gargarella y la corriente del constitucionalismo crítico o popular abanderada por el jurista estadounidense Duncan Kennedy. Ambas están guiadas por la idea medular de impedir que las decisiones judiciales relevantes sigan siendo el fruto de mecanismos decisorios similares a los de los sínodos cardenalicios, en los que el único derecho que asiste a los creyentes es el de la observación a la distancia del humo blanco saliendo de las troneras.
Los altos togados están obligados a hacerse eco de esos vientos renovadores. Las impugnaciones en contra de la Ley de Seguridad Interior son una gran oportunidad para que muestren un espíritu de cambio. Ello será posible solo si las decisiones que adopten son democráticas, participativas, deliberativas, transparentes, acordes al principio de la máxima publicidad, congruentes con los más elevados estándares de la argumentación jurídica, desarrolladas en lenguaje ciudadano, dirigidas a un auditorio universal e imbuidas de un sincero afán de rendición de cuentas.
Para ello, antes que nada, es preciso abrir canales de comunicación con la sociedad, asumir la justicia dialógica y dar voz a quienes dentro y fuera de México alertaron sobre la amenaza de la militarización que entraña este infame instrumento legislativo.
Nada justifica que los ministros sigan instalados en las visiones decimonónicas, aquellas que en 1913 llevaron a sus colegas a dar por buena y aplaudir la toma de posesión como presidente de la república del chacal Victoriano Huerta. Es un clamor generalizado que se conduzcan como auténticos jueces para la democracia, la verdad y la justicia; como férreos defensores de la carta magna, la dignidad, los derechos humanos, el paradigma del Estado constitucional de derecho y el modelo de la sociedad democrática.



