En el año de 1983, en el mes de julio, estuve en Cuba unas semanas, de vacaciones. Ahí conocí a una morena de ojos verdes, grandes, y cabello rizado, Carla Hoyos, quien a cambio de unos tenis nuevos que yo llevaba, y unas playeras, que se pondría sólo los fines de semana, me dio unos libros de autores rusos traducidos al español: El destino de un hombre, de Mijail Sholojov, de la editorial Progreso, Zúbovski bulvar, 21, Moscú, URSS; Un hombre de verdad, Borís Polevói; La madre, Máximo Gorki; Una vela blanca se avizora, V. Kataiev; Campos rotulados, M. Sholojov; Tres relatos, Ch. Aitmatov y El jugador, F. Dostoyevski, todos de la misma editorial. Pero este último libro que para ella era una “joya”, me costó más que unas playeras, me hizo llevarla al cine y a una cena a un bar, que acudí gustoso, no por el libro, me gustaba todo de ella, su forma de pensar y su cuerpo delineado, me di cuenta de que la mayoría eran extranjeros (rusos) y los cubanos que estaban, eran compañeros, amigos, de los visitantes de la isla. Me contó que solamente podían entrar los cubanos a estos lugares (bares) acompañados de extranjeros. Mientras bebíamos unos mojitos, me platicaba de su admiración hacia Dostoyevski: que murió un nueve de febrero de 1881, que cuando escribió El jugador, conoció a Anna, quien pacientemente trabajaba cuatro horas diarias con el autor, y de sus impresiones de esta obra: donde no estaba de acuerdo con la “debilidad moral” del personaje principal y su incontrolable pasión por el juego, pero estaba impactada por la forma en que Dostoyevski argumentaba este proceder, pues en la narración logra plasmar que es posible tener una “voluntad inflexible” y a la vez carecer de la fuerza necesaria para resistir la seducción del juego.

Y de repente se quedó callada Carla, ensimismada, unos minutos después dijo: “¿crees en el destino?”. Yo sí, dijo, cuando no obtuvo una respuesta de parte mía. Y me contó que cuando Anna llegó a la vida de Dostoyevski, aún no había terminado Crimen y castigo, y se encontraba en una época difícil, económicamente, y además ni sus amigos creían que fuera capaz de terminar otra novela de doscientas páginas en cuatro semanas, ni él tampoco lo creía posible, y su editor no quiso darle más tiempo. Sus amigos le pidieron que esbozara un argumento y les dejara escribir la historia, pero él rechazó su idea, se sentía incapaz de decir que era el autor. Llegó Anna Grigorievna recomendada por un amigo para que trabajara como secretaria. Terminó el libro El jugador, de doscientas páginas. Tiempo después se casaron, los éxitos para Dostoyevski se dieron uno tras otro.

Después de un largo silencio, dijo: “ya sabes por qué creo en el destino”.

Y ahora que rememoro ese viaje a Cuba, como pretexto para escribir de Dostoyevski, agradezco a Carla Hoyos, por compartir en ese entonces su pasión por este autor. Ya que escribir una reseña parece salir sobrando, porque año tras año aparecen importantes ensayos sobre sus novelas.