Por José Emilio Pacheco*

>>Jorge Luis Borges, Antología personal. SUR, Buenos Aires, 1961. 195 pp. ≤≤

 

Nadie que se preocupe por la literatura hispanoamericana pueden resultar indiferentes la obra y la persona de Jorge Luis Borges. En los últimos tiempos, una serie de hechos ha dado nuevos cauces a la discusión sobre el gran escritor: El Premio Internacional de los Editores, las traducciones a casi todos los idiomas europeos, el admirado asombro de Mauriac y Maurois ante sus libros; y de manera lamentable y particular, la adhesión de Borges a un manifiesto en contra del régimen cubano. Como ayer, todo colabora hoy a impedirnos la objetividad necesaria para un juicio acerca de Borges. Con pocas excepciones, a Borges se le injuria o se le exalta. La diatriba o el entusiasmo representan únicamente las actitudes que suscitan sus libros; y el lector se da cuenta de una ironía misteriosa: sus enemigos nos hacen admirar a Borges; sus oficiantes nos apartan de él. En medio de esta confusión, Borges nos da su antología personal y declara en el prólogo: “mis preferencias han dictado este libro. Quiero ser juzgado por él, justificado o reprobado por él…” Modestia o desvarío, suficiencia o rigor, el caso es que Borges ha reducido sus cuarenta años de trabajo a menos de doscientas páginas que integran sobre todo relatos y poemas de fechas más recientes. Borges ha renunciado a ser el poeta ultraísta que escribió Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno de San Martín: el crítico de Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, el idioma de los argentinos, Evaristo Carriego, Discusión; el historiador o el glosador de la Poesía gauchesca, el Martín Fierro, las Antiguas literaturas germánicas, el Manual de zoología fantástica; el humorista de Seis problemas para don Isidro Parodi y Un modelo para la muerte. No ha querido, entre tantas cosas, reconocer como suyos la Historia de la eternidad, la Historia universal de la infamia, ni recordar muchos de sus extraños y magistrales relatos: Hombre de la esquina rosada, La casa de Asterión, El inmortal, El jardín de los senderos que se bifurcan,  Emma Zunz. Poco hay en esta antología de sus ensayos críticos (Quevedo, Cervantes y Hawthorne serían las ausencias más notables) de sus prólogos o de sus excelentes traducciones (Kafka, Faulkner, Virginia Woolf, Melville, Gide, Michaux). En los textos que encierra este volumen, Borges ha querido dejarnos otra imagen de él mismo, que en nada se parece a su aspecto anterior. Para ello, ha tomado materiales de Ficciones, El Aleph, Otras Inquisiciones, Poemas (edición de 1958) y El hacedor, prosas y versos que aparecieron en 1960. De modo que se hallan incluidos muchos de los textos más perdurables de Borges. Antología de una antología, propongo otra igual de arbitraria y discutible: El sur, Nueva refutación del tiempo, Límites, Las ruinas circulares, Ajedrez, A un viejo poeta , Un soldado de Urbina, El Hacedor, El Zahir, El Aleph, La noche cíclica, El Tango, El fin, Tadeo Isidoro Cruz, Poema de los dones, Borges y yo.

Al renunciar  a los laberintos metafísicos y a las visiones arrabaleras de Buenos Aires, Borges (renovador de la prosa castellana, creador de una realidad que se opone a la otra para ahondarla, para desentrañarla) ha optado por una sencillez expresiva que sin embargo incluye todas sus cualidades estilísticas.  No ha llegado el momento en que podamos enjuiciar a Borges. Acaso no resulte inútil terminar citando unas recientes y poco divulgadas palabras de Emir Rodríguez Monegal:  “La obra la escribe el creador dentro del hombre y no el hombre del carnet de identidad. Si Borges pretendiera tener alguna validez como creador de teorías políticas o como candidato político, el argumento sería impecable. Pero la validez de Borges es como creador de un mundo: un mundo hecho de dolor y de angustia, de frustraciones personales, de pesadilla recurrente… En esa creación, ¿qué importan estéticamente los errores que cometa el ciudadano Borges? ¿O el ciudadano Kafka?   ¿O acaso la Divina comedia vale menos si creemos que Dante estaba equivocado al sostener a los gibelinos contra los güelfos? ¿Vale menos Shakespeare si somos ateos? ¿Vale menos el arte de Platón  si somos aristotélicos? ¿Hasta cuándo seguiremos mezclando el creador y el ciudadano? Castiguen todo lo que quieran al hombre que firma expedientes y manifiestos de adhesión o repudio. Pero busquen al creador donde se encuentra”.

*Texto publicado en el suplemento La Cultura en México #4 – 1962