Por Guillermo Fajardo*
PRÓLOGO
Rosa: ésta es la historia—entre muchas otras— de quién mató a tu padre, aunque esto ya lo sepas. ¿Te confieso algo? Hasta antes de todo esto siempre había guardado todos mis escritos en el cajón. He escrito bastante, aunque no lo creas. Escribo, a veces, para pensar mejor o librarme de algún mal recuerdo. Se escribe para olvidar y para borrar las máculas insaciables que atormentan cada alma de los feroces infiernos personales. No hay seres más atormentados que los artistas que ven en su obra la culminación estética de un dolor incomprensible. La escritura siempre deja cicatrices que provienen de esas heridas que te deja el mundo. Después, ya verás, todo va a decepcionarte y mucho después todo te sabrá a nostalgia. La vida es un continuo de pequeñas catástrofes que no advertimos hasta que volteamos a verlas. Si me animo a escribirte es porque ya siento la muerte cerca y la pluma pesada. Espero que te acuerdes de mí: soy regordete, bajo, siempre bien vestido, algo nervioso, con barba tupida, grandes anteojos, manos delicadas. Poseo la inequívoca virtud de saludar antes de que me vean y las ganas—siempre explícitas— de ser lo más sincero posible. No soy buen novelista sino acaso buen mecanógrafo. Quizá todas estas virtudes me llevaron a conocer a tu padre, Alfonso Iglesias, el gran político que no pudo ser.
Él fue mi amigo y un hombre. Esto es suficiente para que sepas que fue bueno hasta donde pudo. Tu padre fue un político nato y, como algún día entenderás, el poder es el arma más eficaz para dominar, silenciar o administrar. Hay ciertas cosas, por supuesto, que el poder no puede, por ejemplo domeñar a la naturaleza, domesticar los astros o esconder la verdad. Por eso algunos mártires políticos de nuestro país —Juana Vivian, por mencionar a alguien— siempre murieron gritando lo que siempre habían callado. De alguna forma pensaron que esos gritos que siguen resonando en nuestras páginas de Historia—viva, serena, palpitante— vivirían lo suficiente para que llegaran a nosotros. Y así fue. La Historia solo revelará lo que significó un paso decisivo en la construcción de una gran idea, de un gran país, de una inmensa forma de política. Sé que la labor del buen novelista no es repasar las grandes avenidas—para eso están los historiadores— sino fijarse en los ladrillos. Yo haré un poco de ambas porque tengo la memoria del historiador y la imaginación del novelista—o al menos eso pretendo.
¿Qué le pasó a tu padre? Esa no es una pregunta sencilla de responder. Yo, como su mano derecha, siempre pensé que tenía el destino entre las manos porque su vocación lo encontró rápido, visionario, capaz. Lo recuerdo dando órdenes. Gritando. A veces alicaído, a veces contrariado, a veces lleno de gracia. Para quien piense que la política es la versión debilitada del poder se equivoca. Es la manifestación más obvia de cómo el poder se niega a ser domesticado porque en política siempre se encuentra la forma de escabullirse a pesar de los silencios que se imponen y las reglas que, se suponen, nos encierran como esclavos en calabozos. Y durante estos meses he callado y meditado y me he arrastrado por las orillas para no escribirte pero ya no puedo, especialmente ahora, que me acechan, cazan y marginan. Ellos saben que sé y que tarde o temprano voy a abrir la boca o la pluma. Elijo escribir porque en el silencio nadie te juzga, nadie te admira, todos te ignoran. No hay nada más seductor que contarnos los secretos que pensamos a salvo en el pecho. Como éste:
Era un pequeño jardín, bordeado por paredes no muy altas de piedra mohosa, de esa piedra dura cuya superficie parece amable por la hierba que le ha crecido en la superficie pero que esconde, debajo, la caducidad de las cosas que parecen buenas y suaves pero son duras y ásperas. La piedra siempre es fría al contacto y mantiene casi el mismo color durante todo el año. Me han dicho que es debido a que la piedra, en su interior, tiene un tipo de sal que la protege. Fue traída del norte del país—me dijeron que de Todas las Almas o cerca de ahí— y puesta en ese jardín a petición del arquitecto Francisco Fernando por órdenes del Cardenal Nuño de Larrea allá por 1865. Se suponía que en ese jardín iban a enterrar a una pareja de nobles—los Correa— pero debido al mal clima—que se extendió por seis meses— en la capital de Derúm, los tuvieron que trasladar al este del país, donde están enterrados. Ese día en que murió tu padre, Rosa, yo te veía desde una ventana del segundo piso de una serie de edificios que rodean al jardín, lo que hace que la intimidad en ese lugar esté asegurada. Era un día soleado ese 10 de septiembre de 1990 y tu padre, Alfonso Iglesias, te cargaba con la certeza de tener frente a sí a una posibilidad. Porque eso son los hijos, Rosa: una cadena de inverosimilitudes y azares que acaban por convertirnos en estampas y comparsas de sus vidas. Todo lo hacemos por ellos y de alguna manera nuestra vida no es nuestra sino siempre compartida. No es tanto amor lo que nos une sino la posibilidad de que hagan lo que nosotros no. Por ello la mirada de tu padre cuando te cargaba en ese momento era de complicidad, favorecida por el encanto de tenerte abrazada en medio de la campaña presidencial que, decían, íbamos perdiendo. Eso es falso. El problema no era que lo dijeran sino que lo hicieran público nuestros amigos. Y es que una vez ganada la candidatura presidencial, Rosa, a tu padre lo comenzaron a seguir una jauría de perros que no lo querían bien—Benito Guajardo, Juan Sobrino, el presidente Ramos-Onofre. Mi trabajo consistía en mantenerlo alejado de los malos y cerca de los buenos aunque no siempre podía. No se le dice no a un presidente o a un ministro. En política todo tiene lodo de por medio.
Creo que fue solamente uno o dos minutos los que me ausenté de esa ventana para examinar el fajo de papeles que me habían dejado en mi oficina esa mañana. Una recolección de inmundicias y corrupción e impunidad—palabras que algún día entenderás— de personas de nuestro partido. Tu padre ya había sido informado y quizá por eso te miraba así: ¿sabía Alfonso Iglesias que esa información podía ser su ruina? No lo sé, Rosa, porque en esos momentos solamente te abrazaba y se reía contigo. Pero me ausenté un minuto y de espaldas a la ventana escuché tres fogonazos que me espantaron y me llevaron al suelo y después a la ventana y vi a tu padre Alfonso Iglesias contra la pared—que seguro sintió dura, fría— y tres orificios en su pecho sangrante. Y también vi algo extraño: un hombre a su lado o más bien un adolescente boquiabierto que no podía creer lo que acababa de suceder y bajé las escaleras lo más rápido que pude—de dos en dos— y fui a buscarte para ver si estabas bien y fui a ver al hombre o al adolescente—que después supimos que se llamaba Marcelo Moro y que era comunista— que todavía no sabía qué carajo hacía ahí y cómo pudo haber burlado toda la vigilancia presidencial.
Me acerqué a tu padre y empecé a gritar para que alguien viniera a ayudarnos— a ti, a mí, a Alfonso, al adolescente— y tu padre balbuceaba algo que no podía entender y alzó una mano señalando algo en el piso y volteé hacia allí y vi una pistola —también dura, fría— y sus ojos llenos de terror. Escuché gritos a mí alrededor y alguien que me jalaba de los hombros y alguien que agarraba al adolescente y lo zarandeaba y tú llorabas y de pronto todo se volvió confusión, barullo, maldiciones, actividad. Vi cómo cargaban a tu padre y lo dejaban en medio del patio y alguien intentó revivirlo pero no pudo. Vi mi camisa, manchada de sangre, y la realidad me partió a la mitad. Alfonso Iglesias, candidato presidencial del Partido Libertador, había muerto. No fue eso lo que me tomó por sorpresa sino la certeza, íntima, reveladora, auténtica, de saber que yo escribiría su historia o al menos parte de ella.
Te escribo para confesarte eso y algunas otras cosas cuando mi pluma adquiera valor. Por estas páginas leerás también la crónica o testimonio—como yo la sé, pues soy historiador de profesión, así que disculpa el tinglado de citas académicas y referencias exquisitas— de los sucesos importantes de nuestro país, Derúm, que también es la crónica de Alfonso Iglesias y de ti y de mí y quien sea que pueda leer este manuscrito. Y también es la historia de los que rodearon a tu padre—no contada por mí sino por ellos aunque también por mi pluma a través de las cartas que he podido conseguir y que he editado— porque me he querido convencer que fueron ellos los responsables de su muerte. Y también es la narración—imaginada por mí aunque también basada en hechos reales—de los interrogatorios que le hicieron a los cercanos a tu padre para resolver su homicidio el cual, para este país, sigue siendo conspiración.
Todo, en realidad, es mucho más sencillo.


