Por Daniela Spenser*  

 

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Familia

Vicente Lombardo Toledano era el tercero por la línea paterna en la descendencia de Vicentes. Tres hombres de tres generaciones, cuya fortuna comenzó cuando el abuelo había divisado la costa veracruzana en 1858 por primera vez. El legendario Vincenzo Lombardo Catti nació en 1836 en Settimo Torinese, a siete leguas romanas del ya laborioso Turín, en el norte de Italia. Por un espíritu de aventura, o quizá por necesidad, el veinteañero Vincenzo fue uno de los más de 200 emigrantes piamonteses, genoveses y lombardos que a su arribo se desengañaron de las promesas del gobierno de México para colonizar las tierras de Veracruz, pues ignoraban que habían llegado a un país en plena guerra civil y que las tierras ofrecidas eran estériles e infestadas de paludismo.

El joven Vincenzo no se dejó abatir por las inclemencias del trópico ni por las adversidades del país. Junto con los compagni Montessoro, Gaia, Montini, Palavicini, Ricciardi y tantos más que dejaron su magra riqueza en el pago del viaje sin regreso, probó suerte en Papantla, Veracruz, como agricultor y fabricante de tejas y ladrillos, así como trabajando en la extracción del caucho en el recién fundado poblado Gutiérrez Zamora. De igual manera, se ganaba la vida adoquinando calles en la capital. Fue en Gutiérrez Zamora donde conoció a Marcelina Carpio, totonaca hidalguense de Tianguistengo, con la que sepultó fuera del matrimonio a dos hijos y bautizó a otros dos antes de mudarse a Teziutlán, en la sierra de Puebla, en 1881. Aunque la salida de la familia se vislumbraba como la búsqueda de mejores oportunidades, se rumoraba que Vincenzo huía de los caciques de Gutiérrez Zamora, quienes pusieron precio sobre su cabeza cuando desafió sus abusos y corrupción. La gente también se preguntaba si la familia se iba porque Luis Costa, el sobrino de Vincenzo, en la confusión de la noche y al acecho de los ladrones había matado a un vecino en su vainillar.

El pueblo

Cualquiera que haya sido la causa de la partida, Teziutlán prometía ser el paraíso. Enclavado en las faldas de la sierra norte de Puebla que descienden del bosque hacia la planicie caliente de Veracruz, era notorio por su escabroso terreno y borrascoso clima. María Lombardo Toledano de Caso recuerda en una de sus novelas que “de buenas a primeras sopla el viento del norte, la neblina sube de las barrancas donde ha estado agazapada y, apelotonada como corderos en aprisco, espesa como vellones, penetra en los patios a través de las puertas y zaguanes; se cuela como intrusa para estar en todas partes y se establece por su cuenta días y días”. O como decía un refrán teziuteco, el año se componía de “tres meses de niebla, tres meses de lluvia, tres meses de lodo y tres meses de todo”.

La naturaleza de la sierra era prodigiosa en la madera de sus bosques, poblados de oyameles, chicozapotes, ojanchos, madroños, liquidámbares, chijoles y jamalcuahuitles que hacían techos naturales con su generoso follaje. Los artesanos labraban objetos útiles que vendían cuando las lluvias no hacían inservibles los caminos. Los agricultores extraían vainilla, achotillo, caña y el añil de la tierra; también cultivaban el maíz y el frijol junto con el pasto para el ganado lanar, cabrío o vacuno. Con nostalgia los teziutecos que emigraron a la capital evocaban el murmullo de los arroyos y los ríos que serpenteaban las laderas de las colinas.

Habitada por unas 11 000 almas de piadosos comerciantes, arrieros, agricultores y artesanos mestizos e indígenas totonacas, Teziutlán era tierra de patriarcas, tertulias pueblerinas, balcones, misas dominicales, donde las mujeres “con grandes sombreros adornados de plumas y listones, salían de la misa mayor y se dirigían al zócalo para dar vueltas y más vueltas, luciendo vaporosos trajes de sedas brillantes y ruidosas”.

Vincenzo Lombardo llegó a Teziutlán en tiempos de paz antes de que el despertar del capital minero y el ferrocarril cambiaran el aspecto somnoliento del pueblo. Hombre de trabajo y de gozo, solía andar por la sierra de cazador y gambusino hasta que los pobladores le señalaron el lugar en el que brillaba la piedra. Allí dio con la veta madre de lo que sería la mina Aurora y las minas Ceres, Venus y Saturno. Encontró la fuente de su riqueza, pero al carecer de capital y del conocimiento para explotarla, se asoció con el estadounidense George Barron, quien contaba con el respaldo técnico y económico de otro paisano, Robert Safford Towne, para convertir la riqueza que yacía debajo de la tierra en fuente de aprovisionamiento para la familia, de dinero y de la buena vida.

Originario de Ohio, Safford era ingeniero y dueño de emporios mineros en San Luis Potosí, Chihuahua, Zacatecas y Nuevo León. Junto con Lombardo y Barron fundaron la Teziutlán Copper and Smelting Company en 1898. Se cercioraron de la calidad de sus productos, enviando a fundir tres furgones del mineral a Colorado. La toma de las muestras comprobó que el mineral de Aurora era de buena ley. Contenía plata, zinc y cobre, aunque nada de oro. Aún así valía la pena seguir invirtiendo. Instalaron un moderno malacate de un caballo de fuerza para la extracción del mineral y del agua, cabañas para los trabajadores, una sólida casa para el encargado de la mina y para los visitantes, y adquirieron una fundidora del mineral propulsada por energía eléctrica. El ferrocarril que estaba a dos leguas de Teziutlán transportaba los productos de la mina hacia Tecolutla, a un paso del puerto de Veracruz. El negocio era prometedor y alentó a los inversionistas a seguir inyectando capitales a la empresa.

Vincenzo Lombardo, además de accionista, fue nombrado miembro del consejo de administración de la compañía y su apoderado en Teziutlán. Con el tiempo, el advenedizo Lombardo alcanzaría la reputación de acaudalado al lado de los Zorilla, Machorro, Esperón y Alatriste, Hidalgo y Salazar hasta llegar a ser considerado como el hombre más rico de Teziutlán. Vincenzo estaba contento, pues el porvenir era halagador a juzgar por los jugosos dividendos del presente y por la idea generalizada de que con la riqueza oculta debajo de la superficie de la tierra se edificarían ciudades e imperios. Aun con la muerte del presidente Porfirio Díaz, las inversiones parecían estar a salvo.

Vincenzo Lombardo y Marcelina Carpio contrajeron nupcias cuatro años más tarde de su llegada a Teziutlán y posterior al nacimiento de sus hijos Luis, Vicente, Alejandro y Pedro, e hijas Emilia, Marcelina y María. En una fotografía de la pareja Vincenzo luce barbita a manera del emperador Víctor Manuel II, junto a él Marcelina se ve menuda pero fuerte, con el grueso pelo trenzado, vestida de falda y con un delantal que cubre su pecho como si fueran las cananas cruzadas de una soldadera.

Los hijos

Quizá el más despierto de los hijos y con vocación de comerciante era Vicente, el predilecto de su padre, a quien confió el manejo de los negocios en Teziutlán cuando decidió regresar a su pueblo natal en Italia. Su esposa Marcelina permaneció en México. Vicente Lombardo Carpio, el segundo de los hijos vivos, nació en 1870 en Papantla. Como los demás, creció rodeado de la abundancia a la que lo acostumbró la riqueza de su padre. Pragmático y de visión simple del mundo, probó su mano como tenedor de libros, comisionista de productos de la región como raíz de zacatón, purga de Xalapa, chicle, hule, vainilla, café, tabaco, además de la venta de productos de la compañía de petróleo Waters Pierce; como nafta, cera parafina, aceites de semilla de algodón y lubricantes. Cuando Vicente Lombardo se hizo de capital propio, compró bienes raíces, los cuales más tarde vendió o rentó.

A los 20 años se casó con Isabel Toledano Toledano, quien ostentaba raíces sefaraditas. Procrearon 10 hijos: Vicente, Luis, María, Margarita, Isabel segunda después de que falleciera la primera, Humberto, Guillermo, Elena y Aída. Llegado a los 30 años, Vicente Lombardo sintió la urgencia de salir del terruño paterno para conocer el gran mundo. Confió el poder a Luis Lombardo, su hermano mayor, para que atendiera sus negocios en Teziutlán y, como alguna vez lo afirmó en la primera de varias cartas que escribiera Vicente a su mujer, tomó el tren “con el Jesús en la boca por el tantas veces terrorífico vómito y aunque salí de Puebla limpio como una paloma, llegué en la noche a Veracruz más sucio e irritado que un arriero manzanero de Agosto”. El calor era infernal. Se bañó en el hotel y como lo explicara él mismo en esa carta enviada antes de zarpar en el vapor que lo llevaría a Nueva York vía Cuba con el estómago vacío, “tan grande fue el horror a la tierra y a la mugre que decidí mandarte la ropa sucia en un tenate y de hecho te la mandé por express, aunque estoy seguro que habían creído que era algo nuevo y de grata impresión”. Todo aquello no le impidió obtener el certificado de buena salud expedido por el cónsul americano.

El vapor soltó amarras y cruzó el golfo rumbo a la península yucateca. Tocó Progreso y siguió hacia La Habana. Lombardo bajó a tierra. Cuba, ocupada por los estadounidenses, se recuperaba de los combates de la guerra por la independencia de España de los que La Habana, de un cuarto de millón de habitantes, se salvó. Los estadounidenses emprendieron su modernización con agua entubada, canalización, teléfono y tranvías. Sus impresiones de La Habana en las cartas a Isabel registraron “buen movimiento comercial y carísimo todo”, hermosas y bien alimentadas mulas de tiro, tiendas en la calle de Obispo más atractivas que en la Ciudad de México, mujeres graciosas y muy simpáticas […] de ojos más lindos que en ninguna parte, no pintados como en México, sino al puro natural y realmente graciosas muchachas; muchas he visto igualitas a ti de graciosas y simpáticas, pero no como estás ahora, sino como cuando yo te enamoraba.

Aunque, reparó, no todas las habaneras eran bellas, “pues las hay más horribles que un orangután y más negras que un charol y un hocico que es teorema geométrico definir su volumen”. Estas cartas, del provinciano con limitada sensibilidad, de cultura pueblerina y aires de grandeza, disimulaban su incapacidad de percepción de lo que encontraría en el camino. Influencia del Zodiaco sobre la vida humana era el libro que cargaba en la maleta con las constelaciones celestes como su guía.

Nueva York lo apabulló, “¡ah! es triste decirlo, pero aquello es horrible”, refiriéndose a México, “se ve el intelecto desarrollado con todo su vigor no ya en las gentes, sino hasta en los animales”. Y el puente de Brooklyn, qué “obra colosal” con el tránsito de tranvías, caballos y carretones. Chicago, de más de millón y medio de habitantes, le impresionó por “un movimiento del demonio” y por ser “ciudad de trabajo solamente”, y Waukesha, un pueblo en Wisconsin conocido por sus aguas termales medicinales que le había recomendado su hermano Luis, le fastidió por “¡ver en este pueblito tanto cojo y tanta muleta y tanto calor!” Nueva Orleans, “bella y simpática ciudad”, fue su última parada antes de que a mitad de junio cruzara la frontera con México y vadeara los caminos hacia Puebla, pasando por las ciudades notables que le quedaban en ruta hacia casa, que ya no registró, porque aquélla fue la última carta. Lastimada por la primera carta, Isabel Toledano le quitaría la palabra por el resto de su vida, cuando años después se enteró de la existencia de su casa chica.

A su regreso a Teziutlán, Vicente Lombardo Carpio retomó los negocios propios y la administración de los bienes de su padre. A diferencia de la plata, el cobre tuvo un repunte espectacular entre 1900 y 1905 y la extracción y exportación de las minas aumentaron. La familia disfrutaba de la pujanza económica. Considerado hombre de bien, fue elegido presidente municipal del ayuntamiento teziuteco en 1905. Desde Settimo Torinese, tierra del padre, el panorama mexicano parecía inmejorable.

Vincenzo Lombardo era optimista sobre el futuro del país y la economía familiar. Sin querer dejar un vacío sobre su legado patriarcal, acudió a una academia de arte para que le modelaran su busto de barro, luego de yeso; pidió que se esculpiera en mármol y fundiera en bronce. Como era su deseo, el busto ha sobrevivido hasta hoy.

*Fragmento del libro “En combate. La vida de Lombardo Toledano”, de Daniela Spenser. Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.