Por J. Jesús Lemus*

 

Riqueza, la causa de la tragedia

 

A la cauda de corrupción, violencia, narcotráfico, explotación y esclavitud laboral que la falta de un gobierno eficiente ha dejado en México, se suma la tragedia causada por la riqueza. Nunca en nuestro país había pesado tanto tener esa vastedad de recursos naturales de la que no muchas naciones pueden presumir.

En México esa riqueza es el más grande de los contrasentidos, pues lejos de garantizar una forma de vida holgada y tranquila para la población, sólo ha traído violencia, despojo y muerte para los que menos tienen, que son la mayoría de sus casi 130 millones de habitantes.

Hacia donde quiera que se vuelva la vista, se observa que la riqueza natural del suelo y del subsuelo, incluyendo el agua, está en manos de unos cuantos privilegiados, que nadie sabe cómo se adueñaron de ella, aunque no es difícil adivinar: la corrupción es el signo que ha marcado a los gobiernos de las últimas décadas en México.

A esos gobiernos —tanto los emanados del Partido Revolucionario Institucional (PRI), como los del Partido Acción Nacional (PAN), que se presentaron, sin poder consolidarse, como alternativa de cambio— es a los que se les atribuye el mayor acto de despojo de la riqueza nacional, hoy entregada a particulares, principalmente empresas trasnacionales.

El despojo de la riqueza nacional no puede quedar mejor demostrado que con lo que ocurre en la industria minera, donde se amalgaman todos los fenómenos que son parte de la desgracia nacional. Allí, como si fuera el centro de gravedad de los problemas nacionales, confluyen la corrupción, el narcotráfico, la violencia, la esclavitud, el despojo, la explotación laboral y el desplazamiento de pueblos completos.

Lo más lamentable es que todos esos fenómenos no sólo son ignorados sino que pareciera que son tolerados y aun alentados por la autoridad federal, merced a un entramado de corrupción e impunidad. No cabe otra explicación. En todo el país no existe un solo reducto de suelo que no sufra eventos donde la peor parte la llevan las comunidades propietarias originales de la riqueza.

En ese concierto no resulta gratuita la entrada en vigor de la llamada reforma energética, que no se pudo consolidar en el periodo de gobierno de Felipe Calderón, pero que en el de Enrique Peña Nieto se ha apuntado como uno de sus signos distintivos.

La reforma energética, que hoy avala legalmente la entrega de la riqueza del país a extranjeros, comenzó a bosquejarse desde la administración de Carlos Salinas de Gortari como parte de la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), con el fin de “dar certeza” —se dijo en el discurso oficial— a las inversiones extranjeras en México, principalmente a las de Estados Unidos y Canadá.

Por eso no resulta extraño que la citada reforma hoy tenga como principales beneficiarias a las empresas mineras de Estados Unidos y Canadá, legítimas propietarias de casi 87% de las concesiones mineras otorgadas por el gobierno federal en los últimos dos años. Casi la tercera parte del territorio nacional hoy es propiedad de extranjeros.

Esa entrega es la que ha motivado el proceso de descomposición social que se vive en todo el país, donde el narcotráfico no no es el mayor de los problemas si se compara con los otros conflictos sociales que acarrea la operación de las empresas mineras en el país. A diferencia del narcotráfico —que en teoría está organizado por delincuentes impulsivos—, el sector minero resulta más perverso y peligroso al ser dirigido por sesudos “hombres de negocios”, con un poder ilimitado para corromper, donde el deseo es el saqueo completo de los recursos a costa de lo que sea.

Resulta más perversa la minería que el tráfico ilegal de narcóticos, porque el poder de visión del narcotráfico alcanza para buscar el control de las fuerzas policiales del entorno local; el de los dueños de las mineras va más allá: ha alcanzado legalmente a secretarios de Estado y gobernadores, incluidos algunos jefes del Ejecutivo federal.

El caso más evidente es el del presidente Felipe Calderón Hinojosa, el más firme impulsor de la entrega de concesiones mineras para las trasnacionales, principalmente de origen estadounidense y canadiense. Calderón benefició a estas empresas con más de 17 mil 670 concesiones para la explotación del subsuelo en todo el territorio nacional.

En la administración de Enrique Peña Nieto el número de permisos entregados a las mineras alcanzó los 8 mil 410 títulos a favor de empresas de capital canadiense, que no sólo se dedican a la explotación del subsuelo sino que también generan conflictos sociales entre las comunidades que se oponen a su operación.

Las concesiones de minas que ha entregado el gobierno federal en los últimos dos años, sumadas a las que se dieron en los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón, ahora están protegidas hasta durante 90 años, de acuerdo con lo que señala la reforma energética, lo que ha permitido que en nuestro país se asienten 267 empresas mineras trasnacionales, a las que en la práctica les les pertenecen los metales preciosos e industriales que puedan extraer.

El periodista J. Jesús Lemus.

El periodista J. Jesús Lemus.

La ambición por el saqueo completo de los recursos del subsuelo ha hecho que las políticas públicas de explotación de los recursos naturales en México sean cada vez más distantes de las necesidades de la población; de lo contrario, no irían al alza los conflictos comunales en torno a las minas que operan en el país.

Al cierre de 2017 el número de conflictos suscitados en torno a las minas ya llegaba a mil 488, de los que 72% obedecía a despojo del suelo, 11% era por la disputa del agua, 7% fue ocasionado por contaminación, 6% por presencia de grupos armados, 2% por pago de regalías, 1% por deforestación y el otro 1% por conflictos laborales.

Resulta una falacia lo que presume con insistencia el gobierno federal: que el país es uno de los mayores productores mundiales de metales preciosos e industriales; en realidad, la propiedad de esos recursos es de las empresas mineras trasnacionales.

Lo que no resulta falso, y que el gobierno federal mexicano se niega a reconocer y ni siquiera permite que se mencione en los medios de comunicación, es la estela de muerte, devastación y violencia que deja la minería en México, supuestamente vinculada con el menos 276 ejecuciones, 126 desapariciones forzadas y más de 11 mil desplazados.

La estela de violencia y agresión que ha dejado la mayoría de las empresas mineras asentadas en nuestro país ha sido posible a partir de una siniestra alianza entre éstas y grupos delictivos, que se han convertido en el brazo ejecutor de la política oscura de protección a los intereses mineros.

En la mayoría de los casos, principalmente en los estados del norte y centro del país, las mineras han pactado alianzas con los cárteles de Sinaloa, Juárez, los Beltrán Leyva, la Línea, los Zetas y del Golfo, para “neutralizar” a los opositores a sus proyectos económicos mediante la persecución, el hostigamiento y la ejecución de grupos indígenas.

En los estados del sur, este y occidente del país —Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Jalisco, Veracruz y Colima— hay indicios de que las mineras se han valido de la figura de las autodefensas, a las que financian para resguardar sus intereses, y también para que vigilen, como guardias blancas, las inmediaciones y propiedades de esas empresas, constituyendo Estados dentro del Estado.

El ejemplo más claro de la complicidad entre grupos de civiles armados y mineras, donde se suma la omisión del Estado, es el de Guerrero, donde el gobierno federal decidió permitir la libre operación de los grupos de autodefensas en la zona de Tepecoacuilco y Eduardo Neri, en el llamado “Cinturón de Oro”, una zona de uso casi exclusivo de la minera canadiense Goldcorp, la que financia la operatividad de los civiles armados.

Allí mismo se manifiesta el mejor de los ejemplos sobre la invasora presencia de las compañías mineras, que sin empacho y viendo sólo por sus intereses encontraron que resulta más barato confrontar a la población que pagarle regalías o repartir la riqueza que se genera por la extracción del oro y la plata.

Es la misma fórmula aplicada por las mineras que operan en Michoacán, donde se ha optado por la integración de grupos de civiles armados, que bajo el pretexto de luchar contra el crimen organizado y los cárteles de drogas reciben adiestramiento y armas para desalentar a la población civil que reclama el pago de beneficios económicos.

Paralelamente, los cárteles han buscado transitar silenciosamente del trasiego de drogas al nada despreciable —en términos económicos— negocio de la minería.

La transición de los cárteles hacia el negocio de la minería es entendible por una sola razón: es menos riesgosa y más rentable la extracción y comercialización de minerales que el desgastado negocio del tráfico de drogas. En los retenes que establecen los cuerpos federales de seguridad por todo el país jamás se ha sabido de la detención de camiones cargados con minerales, aun cuando éstos van resguardados por hombres armados.

El modelo de costo-beneficio es el rector en el comportamiento de los cárteles de las drogas dentro de la minería; de acuerdo con lo señalado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), sólo en México el mercado ilícito de las drogas genera utilidades anuales estimadas en 25 mil millones de dólares. Pero el comercio de metales industriales, metales preciosos y minerales no metálicos, que es una actividad legal y estimulada por el gobierno federal, genera una utilidad anual promedio superior a los 200 mil millones de dólares.

Incluso considerando que los cárteles de drogas, por una u otra vía, se queden sólo con 10% de los recursos que genera el sector, como lo establecen fuentes de la Procuraduría General de la República (PGR), esos grupos ya están logrando una utilidad equiparable a la que obtienen por el trasiego de drogas.

*Fragmento del libro México a cielo abierto, de J. Jesús Lemus (Grijalbo, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.