Por Gabriel Zaid*

1. Señoras y señores

De los afanes feministas han salido muchas cosas buenas y algunas lamentables. El acceso al voto, a las profesiones y el poder han sido avances de verdad. Pero que una directora se haga llamar la director o el director no es un avance. La lengua admite innovaciones, pero no arbitrariedades. Permite decir el presidente, la presidente y la presidenta; el juez, la juez y la jueza; pero no el presidenta, ni el jueza, ni la director. Tampoco el director, si es directora.

Donde se acostumbra la juez, hay quienes exigen la jueza, para marcar el género en el sustantivo. Donde se acostumbra la jueza, hay quienes exigen la juez, para subrayar que el cargo no tiene género. Ambas formas son válidas, y exigir el cambio de una por otra parece mera ostentación de militancia.

También es válido decir “los ciudadanos y las ciudadanas”, como decía el presidente Vicente Fox; innecesariamente, porque “los ciudadanos” incluye a las ciudadanas. Hubo algo semejante en la “Ley de las y los jóvenes” que promulgó el Gobierno del Distrito Federal (30 de mayo de 2000). Redundancias interesadas: los políticos se adornan subrayando lo que conceden. Nunca dirán “los tontos y las tontas”.

La redundancia interesada no es reciente ni de un solo país. Julio Hubard descubrió un testimonio de Rubén Darío (Peregrinaciones) sobre Jean Jaurès, famoso orador político que se dirigió a una multitud diciendo (como Fox): Citoyennes et citoyens!

Georges Dumézil (Le Nouvel Observateur, 7-13 septiembre de 1984), burlándose de este feminismo, propuso feminizar los apellidos: Mme Miterrande y Mme Fabia, en vez de Mme Miterrand y Mme Fabius. Algo así como Sra. Foxa, en vez de Sra. Fox.

En francés y en inglés no es posible cometer la tontería de “las y los” porque les y the se usan para ambos géneros. Pero, en inglés, el movimiento contracultural de los años sesenta impuso la no marcación del estado civil de la mujer. Así como mister y su abreviatura Mr. no distinguen solteros de casados (a diferencia de Miss y Mrs.), se inventó Ms. para no marcar a las mujeres como solteras o casadas.

De igual manera en francés se prohibió en 2012 el uso de mademoiselle en los documentos oficiales, según la Wikipedia francesa. Toda mujer que no sea niña es madame.

En español pudiera usarse Sa., en vez de Sra. o Srita. Curiosamente, el habla popular encontró una solución: Seño, que es apócope tanto de señora como de señorita. Quizá la inventaron los vendedores ambulantes “para no entrar en detalles” (como dice la burla) y para evitar la situación incómoda de que una cliente (o clienta) rechace airadamente el tratamiento de señora: “¡Señorita, si me hace usted favor!” Más curiosamente aún, apareció el diminutivo Señito. No Señita, que sonaría a señorita, y ya no serviría para señora.

En las grandes tiendas hay otra solución. No se dice Seño, sino señorita, a todas las mujeres, fuera de casos obviamente embarazosos. Con lo cual señorita ya no marca el estado civil.

Hay un efecto neutralizador semejante en el uso de “los ciudadanos” para significar “los ciudadanos y las ciudadanas”; “los jóvenes” para “los y las jóvenes”; “señores” para “señoras y señores”. Usar una palabra masculina para incluir ambos géneros puede parecer sexista, pero es a costa del género masculino, que pierde la exclusividad retenida por el femenino.

Hay una antigua salutación que hoy parece normal, aunque es anómala: dirigirse a los asistentes de una reunión, no como “Señores”, sino como “Señoras y señores”. También existe en otros idiomas. ¿Cómo y cuándo empezó?

Una carta al editor de The Antiquarian recogida en la miscelánea The Antiquarian Repertory (segunda edición, Londres, 1780, volumen I, página 156) incluye esta observación: “All public addresses to a mixed assembly of both sexes, till sixty years ago, commenced Gentlemen and Ladies; at present it is Ladies and Gentlemen”. Lo cual implica que la redundancia existía, cuando menos, desde el siglo XVIII. Y que la primera galantería fue desplazada por otra todavía más galante.

Las mujeres inventaron los salones literarios y los presidieron: la princesa Sukayna en el mundo islámico, la reina Leonor de Aquitania en la Edad Media, Madame Geoffrin en la Ilustración. Pero en los salones literarios, como en las tertulias doctas del Renacimiento (las academias), predominaba la conversación, no el discurso docto, que más bien tiene afinidades con la cátedra.

Las conferencias (solemnizadas como “magistrales”) no son con-ferencias: reuniones más o menos igualitarias de colegas (Conferencia del Episcopado Mexicano) o representantes de países que dialogan (Conferencia de Yalta). Tampoco son conferencias telefónicas. Son reuniones asimétricas para escuchar una disertación dirigida a un público abierto (no a los que toman un curso). También pueden ser acontecimientos sociales, honrados con la presencia de personalidades distinguidas, a las que el expositor, antes de empezar, se dirige con una letanía de saludos: Excelentísimo señor de Tal por Cual, honorable embajador del Más Allá, ilustre director del Ya Sabemos. Las salutaciones van en orden jerárquico descendente y terminan con “señores”, que es el peldaño raso. Pero, si una parte del público es femenino, parece galante distinguirlo con una jerarquía penúltima: “señoras y señores”.

La redundancia está en el Quijote (segunda parte, capítulo 58): “la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan”.

Más remotamente aún, Filón de Alejandría, en la primera mitad del siglo I, describe a los terapeutas, una agrupación (parecida a los esenios) de judíos dedicados a la vida contemplativa. Habla de su liturgia y del momento en que “todos [pantes] y todas [pasai]” cantan (Los terapeutas: De vita contemplativa, edición bilingüe y traducción de Senén Vidal, Ediciones Sígueme, 2005, párrafo 80).

José Molina Ayala encontró un precedente homérico en la Ilíada (siglo VIII antes de Cristo). En la rapsodia VIII, Zeus prohíbe a los dioses del Olimpo que se metan en la Guerra de Troya. Alfonso Reyes (La Ilíada de Homero. Primera parte: Aquiles agraviado, Fondo de Cultura Económica, 1951, página 162) traslada así:

—¡Oíd, dioses y diosas, y nadie sea osado a transgredir la orden que os da mi corazón!

La traducción literal de Rubén Bonifaz Nuño (Homero, Ilíada, México: Universidad Nacional, 1996) dice: “Escuchad de mí, así todos los dioses [pantes te theoi] como todas las diosas [pasai te theainai]”.

No está clara la función de estas antiguas redundancias, y no parecen galanterías. Más bien parecen fórmulas arcaicas: vestigios gramaticales que aparecieron antes, no después, de las simplificaciones. La eliminación de redundancias fue un avance para decir lo mismo con menos palabras.

George Zipf compiló estadísticas de la frecuencia de cada palabra usada en inglés, y descubrió que la más usada (the) era dos veces más frecuente que la segunda más usada (be), tres veces más frecuente que la tercera más usada (to), etcétera. A partir de ese descubrimiento, estableció en 1935 una fórmula matemática (llamada hoy Ley de Zipf), y comprobó que era válida en varios idiomas. Para explicar el hecho, propuso en 1949 un “principio del menor esfuerzo” en su libro Human behavior and the principle of least effort.

Una ilustración de este principio es que las palabras más usadas son cortas. Las largas se usan menos o se recortan, creando apócopes: palabras truncas de las que se dice el comienzo, pero no el final, sobreentendido: bici, foto, Tere, en vez de bicicleta, fotografía, Teresa.

Ramón Ferrer i Cancho y Ricard V. Solé, en un análisis del costo combinado del hablante y el oyente para que el mensaje pase bien, confirman el principio señalado por Zipf (“Least effort and the origins of scaling in human language”, Proceedings of the National Academy of Sciences of the USA, volumen 100, número 3, páginas 788-791, 4 de febrero de 2003).

En un telegrama, simplificar reduce el costo para el que lo envía, pero lo aumenta para el que lo recibe: tiene que imaginarse las palabras omitidas, suponer el contexto, resolver las ambigüedades. La claridad beneficia al que lee, pero le cuesta al que escribe. La claridad óptima es la que minimiza la suma del costo para ambas partes.

Hay precisiones necesarias y hasta redundancias necesarias para que algo quede claro y diga lo que quiere decir. Pero las innecesarias (“los ciudadanos y las ciudadanas”, “las y los jóvenes”) son un retroceso, no un avance.

2. Abnegación y placer

Las grandes lenguas merecen grandes diccionarios, y sería de esperarse que una gran literatura incluyese obras de este género. Los diccionarios de Johnson, Webster, Oxford, parecen dignos compañeros de Shakespeare; y lo mismo sucede en otras lenguas, pero no en español. Tenemos una literatura digna de alternar con las mejores, pero no un conjunto de diccionarios semejante. El único de ese nivel es el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas.

¿Cómo explicarlo? Quizá porque los diccionarios son un género tardío. Quizá porque no tienen el prestigio de los llamados géneros de creación (su creatividad no es tan visible). Quizá porque, a diferencia de otros géneros, que tienen mucho de afirmación personal, los diccionarios tienen mucho de abnegación personal. Hay que trabajar de manera casi impersonal durante largos años para crear cosas útiles que pocos aprecian. ¿Dónde está el atractivo?

Está, por supuesto, en el gusto de sumergirse en las palabras. Un gusto que comparten lectores, escritores y lexicógrafos, aunque de maneras distintas. El placer del texto está en la sucesión feliz de las palabras a lo largo de los renglones (en el eje horizontal que Roman Jakobson llamó sintagmático) y en la selección feliz de cada palabra frente a todas las otras posibles en cada caso (el eje perpendicular: paradigmático).

El placer más obvio es el primero. El segundo lo aprecian únicamente los lectores críticos, que disfrutan la riqueza de posibilidades y la selección perfecta del adjetivo, sustantivo, verbo, adverbio, preposición. Este placer perpendicular, si así podemos llamarlo, es el que dan los diccionarios por el simple hecho de recorrer la lista de palabras que registran.

Aunque las definiciones breves, claras y precisas de un diccionario pueden dar el placer de un aforismo, el placer primordial está en las palabras registradas: comunes o insólitas, bien hechas o desgarbadas, milenarias, advenedizas, musicales, malsonantes, pintorescas, equívocas, pedantes, llamativas o discretas.

El placer está en el regodeo de tantas posibilidades. En escucharlas o leerlas, recogerlas, estudiarlas, clasificarlas, relacionarlas y hacer listas temáticas, gramaticales, etimológicas, históricas, multilingües, dialectales.

*Fragmento del libro “Mil palabras”, de Gabriel Zaid (Debate, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.