[su_dropcap style=”flat” size=”5″]M[/su_dropcap]e parece que nunca hay que escuchar la canción “Gloomy Sunday” (domingo sombrío) precisamente un domingo por la tarde, cuando las calles están vacías, las hojas de los árboles se mecen perezosas en la lánguida geometría de la ventana, no hay nada bueno en la televisión, y el ruido blanco, absurdo, de las campañas electorales, vacías de contenido, está en el aire. De hecho, si me apetece escuchar esta melodía procuro que sea un insulso martes por la mañana o al mediodía, en el transporte público, cuando no hay nada que temer, y el orden de las cosas parece estar en su sitio. Originalmente titulada “Szomorú Vasárnap” (domingo triste en húngaro), fue compuesta por el compositor Rezső Seress en 1933 y popularizada en su versión en inglés por Billie Holiday en 1941 (de hecho es de mis favoritas en su repertorio). Debido al tema, en verdad sombrío, acerca de la muerte de la amada y el suicidio, casi desde el momento mismo de su aparición comenzaron a circular leyendas inverificables acerca de una veintena de suicidios en los que la canción estuvo involucrada, y con esa fama de maldita fue prohibida por la BBC, por ejemplo. ¿Hay un tabú más grande en occidente el suicidio? Parece el soundtrack más apropiado para tomarse un frasco de barbitúricos con una botella de whisky, colgarse del closet o meter la cabeza en el horno. El propio compositor intentó suicidarse en 1968 en Budapest (no precisamente un lugar muy alegre por entonces), al saltar de una ventana, ante la imposibilidad de reproducir un éxito parecido al de la canción. Seress fue lo que hoy en día llamaríamos un One Hit Wonder. Aquí hay un ejemplo de sus alegres versos: La muerte no es un sueño, / en la muerte te estoy acariciando. / Con el último aliento de mi alma / te bendeciré. Hay que ser húngaro, o medio húngaro, para escribir esto.
¿Por qué odiamos los domingos? Para mí es una especie de transe que comienza el sábado por la noche y termina el lunes por la mañana ante la resignación de volver al trabajo. Pienso que tal vez, desde niños, somos educados para odiar los domingos. Después de un fin de semana alocado, de diversión, varias horas frentes a la consola de videojuegos, el domingo por la tarde comienza a ser sombrío cuando recordamos que las horas están contadas, que en algún rincón de la habitación hay una abultada mochila escolar con cuadernos repletos de tareas pendientes: ejercicios de matemáticas —fracciones, ecuaciones de segundo grado con dos incógnitas—, cuestionarios de historia, problemas de física, etcétera. Para mi generación, que creció en la muerte de una época y el nacimiento de otra, no había nada bueno en la televisión ni manera de evadirse de estas responsabilidades. Por eso cuando pienso en un domingo triste, me es inevitable recordar el programa de variedades más popular de la televisión mexicana, Siempre en domingo, conducido por el inexorable Raúl Velasco, y en los éxitos de la balada romántica en español. Aunque me gustaba jugar futbol, como a todos los niños, correr por la calle pavimentada hacia una portería señalada por dos piedras, romperme la cara y las rodillas con una caída, los partidos de fútbol televisados me parecían insoportables, así como inaguantable el resumen deportivo Acción, que además fue el primer programa mexicano en transmitir videos caseros de gringos golpeándose en los genitales, resbalando y cayendo, haciendo cosas estúpidas que solo la gente ociosa de los países desarrollados se puede permitir.
Las mañanas no eran menos patéticas: un hombre que pasaba de la mediana edad, enfundado en ropas ajustadas que pretendían imitar un atuendo infantil pasado de moda hace mucho tiempo, con un micrófono en la mano, era el terror de los niños en su programa de televisión, a los que sometía a toda clase de vejaciones. Recuerdo, por ejemplo, un palo encebado por el que los niños debían de trepar; a veces tenían que meter la mano en los bolsillos de los ajustados pantaloncillos del conductor (para su beneplácito); y la coronación de todo este espectáculo consistía en cambiar lo que habías ganado con tu propia humillación, —una bicicleta Bimex, por ejemplo, o una Avalancha, carro deslizador, ¿quién no soñaba con tener una?—, a cambio de una horrible sala funcional de muebles Troncoso, para que tus padres, y no tú, fueran felices. Todo eso me parecía excesivo, una forma de explotación: demasiado sacrificio para alguien que no ha cumplido la mayoría de edad.
Esos eran mis domingos. Por supuesto que yo retrasaba hasta el último momento el tener que sentarme a resolver los quebrados, y prefería soplarme antes el Festival OTI de 1984, por ejemplo (siento escalofríos sólo de pensarlo), hasta que llegaba la hora de dormir; o mejor dicho: de padecer toda clase de sueños turbios sobre la tarea, para regresar a la escuela el lunes, somnoliento, y resolver los problemas en el salón antes de que sonara la campana. Eso fue configurando el estilo de vida que llevo al momento en mi vida adulta: el domingo el tiempo se detiene lo suficiente como para pensar en mis asuntos pendientes, y a pesar de los avances tecnológicos y de entretenimiento —la televisión por cable, el internet, el streaming— una parte de mí ha quedado condicionada; el domingo es el fragmento de tiempo donde se acusa más mi espíritu neurótico y moderno, mi incapacidad para mediar entre el placer y la obligación.
Oh, sí, son tristes los domingos.