[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]l 28 de octubre de 1943, la marina de los Estados Unidos lleva a cabo un experimento en los astilleros de Filadelfia, el cual consiste en invisibilizar de manera electrónica al destructor USS Eldridge; sin embargo, debido a una falla en el proceso, dos marineros saltan en el tiempo a los años ochenta del siglo XX. Este es el argumento de The Philadelphia Experiment (1984), estrenada en México con el contradictorio título de Enviados del futuro, misma que yo vi a la edad de seis o siete años, en el cine Premier, en Chihuahua, donde mi padre trabajaba como operador o cácaro, como se dice en México. Han pasado más de tres décadas desde entonces y no la he vuelto a ver, pero gracias a mi habilidad completamente inútil de recordar escenas inconexas de películas viejas que a nadie le importan, me viene a la mente una en particular: el protagonista, David (Michael Paré), un marino de los años cuarenta, conoce a una chica, Allison (Nancy Allen), y ven en la televisión un noticiero en donde aparece Ronald Reagan. Él le dice que conoce a ese tipo, que ha visto algunas de sus películas de vaqueros y ella le informa que se trata del presidente de los Estados Unidos. “Tienes que estar bromeando”, le responde David, con incredulidad.

“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Es el famoso comienzo de El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx. He pensado mucho en él últimamente, y también en aquella borrosa escena de Enviados del futuro. “Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre”, Donald Trump por Ronald Reagan; es decir: una celebridad sin ninguna experiencia en la política por un mal actor que al menos tenía en su haber la gubernatura de California y dos postulaciones fallidas para ser el candidato republicano. Si yo viajara en el tiempo desde un pasado no muy remoto al día de hoy, me sorprendería, igual que un marinero de los años cuarenta, al descubrir que una despótica y caricaturesca celebridad es ahora presidente del país más poderoso de la tierra.

“La Unión Soviética sufre la peor cosecha de trigo en 55 años… Hay disturbios en Polonia por trabajo y alimento. Las tropas soviéticas invaden … Cuba y Nicaragua ya tienen ejércitos de medio millón de efectivos. El Salvador y Honduras caen … El Partido Verde gana el control del Parlamento de Alemania Occidental y exige que se retiren las armas nucleares del suelo europeo … Hay una revolución en México… La OTAN se disuelve. Estados Unidos está solo”. Esto es la pesadilla de cualquier norteamericano patriota en 1984, y es el prólogo que aparece en pantalla en la cinta Red Dawn, estrenada en México con el título de Jóvenes defensores. El argumento no podría ser más risible: la Unión Soviética y sus aliados invaden el suelo norteamericano en una sorpresiva operación paracaidista, y en un pueblito del Medio Oeste, unos buenos muchachos (Patrick Swayze y Charlie Sheen) se convierten en la resistencia. Como sucede en el cine de la guerra fría, los rusos carecen de aquello que llamamos alma eslava, nada de balalaikas y blinis, son autómatas rubios, despiadados, asesinos a sangre fría, peores que un oficial de la SS torturando cachorritos, para quienes la orden “fuego a discreción” no significa nada (son especialmente generosos con las granadas propulsadas por cohete).  No es de extrañar que se haya estrenado el mismo año en que se reeligió Ronald Reagan. Después de salir del cine estás convencido de que Fritz Mondale, quien fuera vicepresidente de Carter, ese blandengue demócrata, va llevar al país a la ruina (y más si los verdes ganan en el Bundestag). Reagan es la única opción.

La propaganda resulta más poderosa si además tiene interés dramático, ambigüedades… Resulta que no todos los rojos son malos. El coronel Ernesto Bella (Ron O’Neal), un cubano que participa en la invasión —por lo tanto admirador de su tocayo el Che, comienza a simpatizar con los guerrilleros—, recuerda sus días de joven idealista y entra en serios desacuerdos con el estilo deshumanizado del general Bratchenko (Vladek Sheybal). Escribe en una carta a su mujer: “Aquí no hay más revolución, solo queda regresar contigo. Presentaré mi renuncia”. Esta escena me parece una de las grandes joyas del humor involuntario.

Hay un remake de Red Dawn estrenado en 2012, en donde, de manera mucho más inverosímil, los rusos son suplantados por norcoreanos. Gracias a Dios aún no me la han puesto en un ADO México-Puebla. Y sí, la historia se repite de una manera paródica: los rusos han vuelto y no me extrañaría que pronto los veamos de nuevo en las películas, descolgándose en paracaídas sobre las Montañas Rocosas. El Imperio necesita enemigos. La retórica de Donald Trump es mucho más violenta que la de Reagan, pero a diferencia de éste, parecería carecer de una agenda coherente. Después de leer Fuego y furia de Michael Wolff, me sentí algo aliviado: el libro en parte quiere hacernos creer que la administración Trump es claramente irrisoria y por lo tanto inocua (funciona como una especie de sedante), pero después de la destitución de Gary Cohn, del “moderado” Rex Tillerson y la llegada del “duro” Mike Pompeo a la Secretaria de Estado, junto con la preponderancia de Peter Navarro —si algo me queda claro, después de leer a Wolff, es que Steve Bannon no era sino un payaso—, ya no estoy tan seguro (o tal vez nunca lo estuve). A título personal la obra de Wolff no me parece confiable, seria, más cercana al chismorreo que al periodismo. Lo cierto es que, al igual que en los mejores años de la Guerra Fría, el mundo vuelve a estar en peligro. Al cierre de este artículo se hablaba de la posible caída de otro moderado, el general McMaster, consejero de seguridad nacional. Después de jugar durante un año, Trump finalmente tiene un gabinete hecho a su imagen y semejanza. Si volvieran los viejos videoclubs de barrio, iría ahora mismo a alquilar unos cuantos VHS para ponerme a tono, qué remedio.