Fue lo que fue sin ser lo que debiera. Ramón de Campoamor

Surgida de los escombros de los sismos de 1985, la Asamblea de Representantes del otrora Distrito Federal, hoy VII Legislatura, está siendo sepultada por los sismos de 2017 y 2018 tras haber perdido el rumbo, la esencia y la razón de ser por la que la reforma política de 1989 determinó la instauración de un orden de representación local con el que auxiliarse para transitar hacia la restitución de los derechos democráticos plenos de los habitantes de esta ciudad.

Entre 1988 y 1997, el órgano de representación local impulsó transformaciones sustantivas a favor de una pujante sociedad a la que los sismos le permitieron mostrar su capacidad organizativa y su responsabilidad cívica, puntales de una imparable participación ciudadana que la clase política ha intentado desalentar, acotar y eliminar, tal y como lo demuestra el análisis de los retrocesos legislativos registrados desde 2010, año que se vivió en sentido contrario a los aires de independencia y revolución que campeaban en un país que intentaba conmemorar los hitos fundacionales de su historia.

Al amparo de la perversidad política, la Asamblea de Representantes se transformó en un nicho de negocios, tanto de cambios de uso de suelo como de acciones de cooptación partidista a través de programas como el impugnado “La Ciudad con las y los Jóvenes”, operado en 2012 por Alejandra Barrales —como presidenta de la Comisión de Gobierno— con un inocultable sesgo promocional a favor de la legisladora.

Asumida la ruta del negocio por sobre el espíritu del órgano legislativo concebido desde 1987 para beneficio social,  la VII y última Asamblea Legislativa se encarriló en ese esquema, auspiciando el buen entendimiento entre el PRD y el PAN, componenda que a la postre se constituyó en la alianza política Por México al Frente, coalición y colusión de turbios intereses que, a lo largo de esta legislatura, han plagado de ignominia las páginas del quehacer legislativo de la ciudad y de la república mexicana.

El culmen de estas atrocidades legislativas se ubica tanto en la Ley de Reconstrucción como en la Presupuestal 2018, en las que se otorga simuladamente a tres diputados la potestad de autorizar obras y gastos de la reconstrucción, disposición que indignó a la sociedad y provocó la renuncia de cuatro de los siete integrantes de la Comisión de Reconstrucción, aduciendo su ilegalidad y falta de pulcritud normativa.

Ante la imparable avalancha de descalificaciones, el jefe de Gobierno remitió una insatisfactoria reforma a la Ley de Presupuesto, la cual fue enriquecida por legisladores y sociedad civil, hecho que no disipó en mí la tentación de imponer como epitafio de esta legislatura la acertada frase del poeta asturiano Ramón de Campoamor: “fue lo que fue sin ser lo que debiera”, para enterrar así, bajo una pesada losa, los escombros a una legislatura derrumbada por su desvergonzada ambición ante una tragedia sísmica.