El asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la Presidencia de la República, tiene muchos autores. Lo ejecutó no solamente el revólver de Mario Aburto Martínez y la mente torcida de quien haya urdido el magnicidio. Lo asesinaron también y sobre todo los distintos actores políticos y sociales que hoy conforman el escenario nacional.

Gobierno, partidos políticos, candidatos a la Presidencia, “zapatistas”, curas dedicados a guerrilleros, pacificadores mesiánicos y medios de comunicación son los autores morales de un crimen que atenta contra la integridad del país. Todos, sin excepción, a través de una conducta soberbia, autoritaria e irresponsable, contribuyeron para que la violencia arrojara a México a un negro abismo. Cada uno a su manera y cada uno con sus excesos se dedicaron a minar la estabilidad de la nación.

Los pueblos y los gobiernos, al igual que los individuos, enloquecen, y la sociedad mexicana muestra desde hace tiempo signos claros de enfermedad.

“El hecho de que millones de personas -dice Erich Fromm es Psicoanálisis de la sociedad contemporánea- compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que se compartan muchos errores no convierte a éstos en verdades y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de esas personas gentes equilibradas”.

A partir de 1989 se implantó en México un estilo de gobernar que privilegió lo técnico y lo práctico por encima de lo político y lo legal; se hizo entrar al país en una escalada de cambios y reformas que se hicieron sin mesura y sin respeto a las instituciones; se menospreció y con ello se disminuyó ante los ojos de las sociedades el valor de los principios y el peso de los símbolos nacionales. Se abandonó, en resumen, a la moral política y con ellos se dejó en el vacío la conciencia del pueblo mexicano. Se le puso en el umbral de la violencia y a ella han entrado prensa, oposición, líderes sindicales, candidatos, maestros, burócratas, campesinos, indígenas, clero; todos.

El levantamiento armado del EZLN que estalló en Chiapas el primero de enero de este año mostró a un México que había escogido el camino del suicidio. En muchos ámbitos se glorificó irresponsable y perversamente la ruta de la violencia; muchos convirtieron a un hombre enmascarado sin identidad, y por ello desconfiable, en un héroe; muchos se cegaron y no alcanzaron a comprender por qué un gobierno no puede sentarse a negociar intereses nacionales con quien no tiene rostro; muchos distorsionaron la realidad y prefirieron creer en la mentira.

No se trata de decir que de Chiapas salió el disparo que quitó la vida a Luis Donaldo Colosio, sino de señalar que la conducta desatinada, aventurera y proclive a la violencia de los distintos actores sociales y políticos del país, propició que el 23 de marzo pasado fuera ultimado el candidato del PRI a la Presidencia. México ha comenzado a devorarse.

El crimen, además de conmocionar e indignar, hizo sentir culpa. Instintiva y automáticamente el sistema se arrepintió de no haber podido ser capaz de garantizar la integridad de su hombre; de no haber impedido la división entre los priístas; de propiciar el odio y el rencor entre ellos; de haber hecho de Luis Donaldo Colosio una víctima política cuando se jugó con su candidatura, cuando se dejaron sueltos los amarres del rumor desestabilizador y se permitió que se hablara de un cambio de candidato.

Aquí hay muchos causantes morales, pero independientemente de encontrar al constructor intelectual del crimen, puede afirmarse que hay, en sentido amplio, todo un país responsable. México huele a muerte y tanto sus hombres como sus mujeres parecen comenzar a sentir, como en otras naciones desgarradas por las guerras, un insano amor por la sangre.

*Editorial publicada el 6 de abril de 1994, número 2128.